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Cuarenta años de Mortal y rosa

Umbral era el estilo. Orfebre de la nada, estofador de muladares.

No a todo el mundo le caía bien. Creo que su pose de dandi (porque se fue haciendo personaje a medida que se hacía escritor) y esa máxima robada de ser sublime sin interrupción se le fue alguna vez de la mano. Sus boutades rozaron en ocasiones la astracanada más histriónica, histérica e histórica. Pero, ¡qué forma de sacarle virutas a la sintaxis, cómo retorcía los verbos y con qué oído hacía chocar los carnívoros cuchillos de las metáforas! Umbral le daba la vuelta a la realidad, la ahormaba, la convertía en «umbraliana» cada vez que cabalgaba sobre su Hispano-Olivetti.

Paco Umbral se metió a cenarse Madrid en una noche y le vio las tripas con los ojos del niño malo, del «enfant terrible» que siempre quiso ser. La noche que llegó al Café Gijón me lo imagino húmedo, metafísico, gélido, hambriento, todo hombros encogidos y una férrea voluntad de ser Umbral. O Umbral o nada. Y se impuso la casulla rasgada de la literatura y reinventó la prosa con la precisión del escalpelo.

Descubrí tanta enormidad demasiado temprano como para asimilarla, como para hacer bien la digestión de tanto junco roto hecho palabra, tanta música. Mis domingos entonces eran fulgor de bancos de piedra berroqueña, catedrales de arenisca, cloqueo de cigüeñas en el alto soto de torres y El País amorosamente amordazado bajo el brazo. El País y Umbral vestían mucho en aquellos días de niñas progres pura lana virgen y Universidad incipiente. Salamanca, mi ciudad, era entonces el principio de todos los asombros. Uno de ellos fue Paco Umbral.

Y llegaron a mí «Las ninfas», «Los diarios de un esnob», «Los helechos arborescentes», leyendas de césares visionarios y toda esa metralla, ese polvorín, esos metales nocturnos donde confiesa que siente el miedo al filo de las cuatro de la mañana «entre los tulipanes de la orina». Hay que ser mucho Umbral para describir así una erección baldía.

Pero sobre todo «Mortal y rosa». En «Mortal y rosa», libro del que se cumplen cuarenta años de su publicación está el punto áureo de ese universo suyo de alambiques y palabras, el cénit del alma vuelta del revés, el abismo hecho arte, el acomodo en el desgarro, la honda cicatriz sobre la que crece la hierba de la poesía por si alguna duda quedara de que Umbral era algo más que su pose de dandi, algo más que su juventud, su egolatría, su bufanda blanca y su melena color ceniza. Mortal y rosa es un obituario, un mausoleo, un monumento funerario al hijo muerto en el que en rara ocasión se habla del hijo muerto, en el que al hijo se le amortaja con sábanas de hiedra, esdrújulas y amaneceres que respiran. Umbral resucitó a su hijo en ese libro y creo no equivocarme si digo que ese era su propósito. Les recomiendo su lectura sosegada.

Addenda:

Feliz fiesta de la democracia a todos. No he querido pecar de faltón ni políticamente incorrecto como suelo por no amargarle el voto a nadie. No sé si es por esto que me he puesto pelín estupendo y aflautadamente lírico. Perdonen las molestias.

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