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Puertas al campo

Las barbas de tu vecino

Se ha discutido y se discute en América Latina el cambio de legislación para que los presidentes puedan ser reelegidos de manera indefinida. Por lo general, las respectivas constituciones lo han prohibido, pero hay casos en que, por vericuetos diferentes, se está buscando el cambio en las diversas legislaciones para que presidentes como Correa en el Ecuador o Morales en Bolivia puedan renovar su mandato si deciden presentarse y obtienen el correspondiente respaldo en las urnas. En un caso, la ley se cambia utilizando para ello la mayoría de que dispone el actual presidente en su Parlamento, aunque una disposición transitoria dificulte la permanencia de Correa en el cargo aunque no en el poder. En el otro, se recurre a la voluntad popular directa, es decir, mediante un referéndum. Todavía hay clases.

Le comento a un viejo amigo ecuatoriano que aquí lo de la reelección no es una rareza histórica y que algunos mandatarios llevan muchos años en el cargo. En el caso de ayuntamientos, hay alcaldes en España que se mantienen desde antes de que muriese Franco. En el caso de primeros ministros o presidentes, la señora Merkel es vista por algunos como la salvación de una renqueante Unión Europea precisamente por su continuidad en el cargo. Ni Hollande, ni Renzi, ni Cameron están a su altura. Y por aterrizar, lejos de mí el pensar que si Rajoy deja la Moncloa se va a producir una hecatombe de consecuencias incalculables. Pero tampoco pienso lo contrario: que su continuidad vaya a ser tan horrorosa como para suponer que esto es el principio del fin.

Mi amigo me hace ver la diferencia. En el caso europeo, se trata de sistemas parlamentarios (el francés es peculiar: encima, demasiados quesos, como decía De Gaulle) mientras que los americanos son presidenciales. Cada uno con sus ventajas e inconvenientes.

El sistema parlamentario europeo en el que el ejecutivo «depende» del legislativo, tiene el problema de que no se da la separación de poderes que predicaba Montesquieu. El líder del partido mayoritario en el legislativo es el que ocupa el puesto principal del ejecutivo y «manda» en uno y otro poder sin separación alguna. ¿Desventaja? Pues la que se puede dar si el 20-D se obtuviese un resultado de un 20 por ciento para cada uno de los «grandes» (PP, PSOE, C's y Podemos) quedando el restante 20 por ciento para nacionalistas periféricos y lo que quede de UPyD, IU/UP. El lío de las candidaturas de Podemos (solo o con otros) no añadiría más inestabilidad a la que se podría producir en el caso del empate a 20: no veo mayorías estables para que el legislativo apoye a un ejecutivo. Todo hay que decirlo, antes de las europeas pensaba en ese escenario pero con IU y UPyD, así que no tiene por qué fiarse ahora de esta predicción.

Los sistemas americanos diferencian entre elecciones parlamentarias y elecciones presidenciales con la peculiaridad de que los presidentes no pueden superar un determinado número de mandatos (dos en los Estados Unidos, por ejemplo). Si el ejecutivo y el legislativo están dominados por partidos diferentes, puede haber sus inestabilidades (pasó con Allende y podría pasarle a Maduro), pero el presidente no tiene que responder ante un parlamento ni tampoco sus ministros excepto en casos excepcionales (el «impeachment» por ejemplo, a la estadounidense o a la brasileña, como bien ha sabido Dilma Rousseff y podrá saber Maduro en su posible «revocatorio»). Por eso, mejor que no se puedan perpetuar en el cargo. Mis amigos de allá y que son contrarios a ese cambio constitucional temen, tal vez con razón, que aumente el cesarismo que ya detectan en los actuales mandatarios. Enternecedor, a este respecto, el suplemento La nueva Bolivia en el Financial Times de hace unas semanas, pagado «a mayor gloria de Evo».

Nos queda algo lejos, pero pienso en el riesgo autoritario que acecha tras un sistema y otro. Estudios históricos muestran que las crisis financieras que se han dado en Europa en el último siglo y medio han producido, por regla general, una fragmentación de partidos, una oscilación hacia la derecha autoritaria y un incremento de la xenofobia (sí, sí, hay excepciones, pero mejor que no nos toque esa regla general). Si la fragmentación va acompañada por una «epidemia» de autoritarismo o cesarismo y racismo, tanto da quién gane, quién pierda o en qué se diferencien unos de otros. Para colmo, siempre estará Bruselas/Franfurt, como bien ha sabido Tsipras en Grecia, para indicar suavemente cuál es el camino aceptable.

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