Yo recuerdo muy nostálgico cuando, bajo la presidencia de Felipe González, en los albores de los 80, pasamos a formar parte de la Unión Europea. Todos lo ansiábamos cuando la primeriza CEE daba sus primeros pasos simultáneamente a la dictadura de Franco y nos despreciaba por vivir bajo un régimen dictatorial. Si importabas cualquier producto de Europa, predominaba el pago en dólares, moneda de complexión mucho más atlética que cualquier moneda europea, incluido el marco alemán. Tras la entrada, alcanzamos tiempos muy ilusionantes, con un mercado único, sin aranceles y lleno de vida, esplendor y esperanza.

Posteriormente, gran noticia, nos alcanzó el euro. Si queríamos mantener el status de Europa había que tomarlo como nuestro. Sintiéndolo imprescindible, no puedo negar que aquel primer año del euro, conllevó una carestía para el ciudadano de a pie. En las empresas nos controlaban con fina lupa: 1 euro eran 166,386 pesetas y si te pasabas un ápice, los clientes te sacaban el descuento rápidamente. Pero en la vida y costumbres cotidianas no fue así. Lo que valía 100 pesetas, pasó, de golpe, a costar 1 euro, llámese café, entradas al cine, chucherías para nuestros hijos o nietos, etcétera. Los productos básicos en los supermercados experimentaron la misma carestía, pero aquello fue una aventura ventajista que duró lo que duró: un año.

Poco a poco y, sobre todo por la ineficacia política con sus faraónicos proyectos, pasamos a excedernos escandalosamente de los presupuestos. Las Comunidades, la multitud de gastos tan superfluos como oficiales, nos condenaron a pedir prestado al BCE y cuando pides dinero, las obligaciones te atan al prestamista: Europa con su BCE. El exceso subía a la par que el despilfarro hasta el punto de que estuvimos a punto de ser «rescatados». Llegó el PP y, pese a sus promesas electorales, comenzaron a despuntar los recortes, por otra parte, he de reconocerlo, imprescindibles. España se convirtió en una nación de segunda, con recortes en Sanidad, Educación y largos etcéteras que nos asfixiaron hasta provocar un descontento general. Salieron a la luz verdaderos escándalos que salpicaron hasta la familia real. España era un cajón de sastre repleto de escándalos.

¿Creíamos que lo habíamos visto todo? Pues no? y lo que nos espera. La Comisión Europea acaba de descolgarse con un nuevo informe sobre la economía española, del que, cuando escribo estas líneas, sólo se conocen los resúmenes aparecidos en la prensa escrita. Además de valorar la situación actual de nuestra economía, se deslizan, como es habitual, un conjunto de «recomendaciones».

Una de ellas es, no podía ser de otra manera, proseguir e intensificar, dar una nueva vuelta de tuerca, a la reforma laboral. Como si no fuera suficiente la realizada por el Partido Popular, en la misma línea que las llevadas a cabo anteriormente por el Partido Socialista Obrero Español.

No han servido para eliminar la dualidad del mercado de trabajo y no han resuelto el drama del desempleo, han aumentado la precariedad laboral y han colocado a un porcentaje en progresión continua por debajo del umbral de la pobreza ¡qué más da! Pero sí han conseguido los objetivos fundamentales, una suerte de agenda oculta cada vez más visible: llevarse por delante la negociación colectiva en muchas empresas y centros de trabajo, reducir los salarios y prolongar la jornada de trabajo.

Más poder para el capital, para los que se han enriquecido con la crisis, para los que han visto la Gran Recesión como la gran oportunidad para promover la Gran Transformación, de la que sale un capitalismo con un marcado y creciente perfil extractivo. Gran negocio, en definitiva. Es una nueva dictadura: la del salvaje capitalismo. Si la dictadura de Franco asesinó por ideología, ésta lo hace por el capital. Vean, si no, las cantidades de familias desahuciadas y abandonadas a su infeliz suerte.

Bruselas advierte, haciendo gala de un autoritarismo inaceptable, que el gobierno que salga de las urnas el 20D tendrá que cumplir de manera escrupulosa los objetivos de déficit y deuda públicos, en los plazos fijados por las instituciones comunitarias. No sólo eso, se afirma que serán necesarios más ajustes -léase, más recortes sociales- y dar nuevos pasos en la reforma del mercado de trabajo -léase, continuar con el proceso de desregulación de las relaciones laborales-.

Por todo ello, urge abrir un debate, más allá de las contingencias electorales, sobre la camisa de fuerza que representa esta Europa, sobre los límites que supone para realizar una política de austeridad. Hagámosla, sí, pero no asfixiemos a los ciudadanos. Hablemos con la UE de igual a igual, sin sometimientos humillantes como ahora, marquemos objetivos viables y, sobre todo, justos. Y si hay que eliminar gasto público, comencemos con la clase política que, en definitiva, es la que nos ha conducido a estos delirantes extremos.

En fin, que lo que comenzó siendo una gran ilusión, se ha tornado en una pesadilla.