Acaba de amanecer, un día más de campaña. Traka y yo hacemos uno de los recorridos matutinos para estirar las piernas. Cruzamos la avenida de Denia y observo a lo lejos, mientras espero que Traka haga sus necesidades, asidos en las farolas unos pasquines que no llego a distinguir de quién o de qué. Me acerco y leo, en valenciano, propaganda del Partido Comunista de los Pueblos de España, «el teu vot per a la classe obrera», rezan. Toma ya, le digo a Traka, estos no se desaniman ni en casi cuarenta años que llevan participando en cualquier elección que celebremos. Con esta democracia que nos dimos, porque tampoco es que la reconquistáramos luchando a brazo partido cuando vimos morir al dictador en su lecho y a sus adláteres hacerse el haraquiri parlamentario, que cada vez más políticos y politólogos se encargan de bautizarla y/o calificarla, según su peculiar saber y entender, y una Constitución que votamos mayoritariamente el pueblo soberano, para facilitar la cabida de todos los españoles sin distinción de ideologías, tienen su espacio en la legalidad, desde ese pequeño y extraparlamentario partido comunista que suspira por la dictadura del proletariado, hasta esas formaciones políticas de raíz falangista que amparan el fascismo y comulgan con otra clase de dictadura afín al nacionalsocialismo. Además, nuestra ley de leyes, nuestra Carta Magna, da también cobijo en la legalidad vigente a esos partidos que tienen como objetivo romper la unidad de la nación, a esos que apuestan por la secesión, por la independencia de España como objetivo político, lo que no ocurre en casi ningún país de nuestro entorno.

Llevamos muchas elecciones desde 1977 en libertad y democracia, y parece que todavía no hemos aprendido la lección que nos da la historia, la nuestra y la de nuestro derredor. En cuanto nos va algo bien, nos empeñamos en romperlo, en darle de lado, en querer cambiarlo cueste lo que cueste, en difamarlo, en desacreditarlo. Algunos de buena fe, convencidos en su engaño que será para mejor lo que nunca ocurre, otros para intentar anular a los demás, y en su desenfrenado sectarismo, abonar el terreno para que sus ideas, sus proyectos de sociedad, sean las únicas viables desde la torcida legalidad recién construida con los votos de una parte, importante o no tanto, del pueblo, de la ciudadanía. Su objetivo innoble es cambiar lo que ampara a todos por lo que excluye a los que no piensan como ellos, o los envían al ostracismo de ciudadanos de segunda clase sin apenas derechos, pero con todas las obligaciones.

Cambiar caras, personas o programas es común en todas las democracias que se precien, cuya base fundamental está en la alternancia del poder, lo que imposibilitaría esas Constituciones idealizadas por algunos que excluyen en vez de dar cobijo. Fue cambio lo que ocurrió en este país en 1982 con la victoria socialista en las urnas, fue alternancia tras casi cuatro legislaturas la victoria de una renovada y más centrada derecha en 1996. Cambiamos presidentes, Suárez, Calvo Sotelo, González, Aznar, Zapatero y Rajoy. Hemos cambiado, dando alternancia en el poder institucional, presidentes autonómicos y alcaldes en numerosas ocasiones tras los comicios pertinentes. Todo bajo el paraguas de la Constitución del 78, que por vez primera en la historia de nuestra nación pensó en el pluralismo y la diversidad de ideologías, y dejó de lado la tentación de prietas las filas y el, no nos moverán.

La denominada nueva transición como banderín de enganche de cierto sector de descreídos y ciudadanos que desconfían de que el sistema democrático que nos hemos dado protejan sus intereses, y por ende esté en su ánimo cambiar en profundidad la Carta Magna, no es una llamada novedosa electoralmente hablando, ya fue utilizada tanto por Aznar como por Zapatero, con los resultados de todos conocido. En el mismo tono con lo que lo diría el PCPE en uno de sus pasquines callejeros, «el meu vot per a la Constitució, que m´ha donat quasi quaranta anys de llibertat i democracia».