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Bartolomé Pérez Gálvez

Pacto de Estado para la educación

Transcurren los años sin que el gobierno de turno y la oposición sean capaces de alcanzar un acuerdo en materia educativa. Demasiados cambios legislativos han acabado generando una peligrosa inestabilidad. Y es que, de una vez por todas, necesitamos un modelo de enseñanza coherente, mantenido en el tiempo y concebido desde el consenso, ajeno a intereses partidistas. Con la presentación del «Libro blanco de la profesión docente y su entorno escolar», dirigido por el filósofo y catedrático de Instituto, José Antonio Marina, esta semana se ha planteado de nuevo que es preciso acometer un cambio radical en el sector de la enseñanza. Es urgente y prioritario.

Nuestra realidad educativa es un tanto contradictoria. Destacamos en derechos pero también en el bajo rendimiento obtenido por los estudiantes. España es uno de los países con mayor tasa de escolarización, desde la etapa infantil. Sin embargo, el fracaso escolar es de tal magnitud que gran parte de este esfuerzo queda en agua de borrajas. Continuamos a la cabeza de los países de la Unión Europea con mayor tendencia al abandono precoz de los estudios. Cuando un 22% de los alumnos no consigue concluir la enseñanza obligatoria hay motivos para reflexionar y analizar los errores cometidos.

La comparación con otros modelos educativos evidencia que seguimos un camino equivocado. En los informes PISA, que cada tres años publica la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), nos mantenemos invariablemente por debajo de la media registrada en nuestro entorno socio-económico. En ninguna de las tres áreas que se examinan -matemáticas, lectura y ciencias- alcanzamos el promedio de los 34 países evaluados. Y lo peor es que no se atisba tendencia alguna a mejorar. Con este panorama no es de extrañar que el informe que Marina ha presentado al ministro de Educación, Íñigo Méndez de Vigo, señale que no salimos de una situación mediocre dentro del panorama internacional.

De estos pésimos resultados se derivan unas consecuencias que trascienden lo académico y atañen a la sociedad española en su conjunto. El primer daño tangible es la pérdida de la aportación económica que realiza el Estado o, lo que es lo mismo, todos los contribuyentes. Este país no está en condiciones de tirar por la borda la cuarta parte del presupuesto que destina anualmente a la enseñanza no universitaria; ya sean los 5.400 euros anuales que nos cuesta cada alumno escolarizado en un centro público, o los 2.700 que pagamos en uno concertado, el quebranto económico es inmenso cuando no se alcanza el objetivo. Y la cuestión no estriba en disminuir la inversión -que de por sí es bastante reducida- sino en incrementar la rentabilidad.

El perjuicio general se extiende a otros ámbitos, porque el fracaso del sistema educativo implica una cascada de problemas asociados. El más grave, con toda seguridad, es la conjunción de la deficiente formación con el desempleo. Una combinación que define a gran parte de los denominados «ni-nis», aquellos que ni estudian ni trabajan. También aquí lideramos el ranking de la OCDE y, con 3 de cada 10 jóvenes en esta situación, duplicamos el promedio de los países más desarrollados.

Antes de 2030, Europa precisará crear 46 millones de puestos de trabajo de alto nivel formativo. Esas son las previsiones del Foro Económico Mundial. Empleos que se alejan de las aspiraciones de quienes no han superado la enseñanza obligatoria. En este contexto, y como resultado último de un fallido sistema educativo, cabe esperar que se perpetúe el desempleo de baja cualificación laboral. El círculo vicioso acaba por cerrarse. Del fracaso escolar al paro y, llegados a éste, sin posibilidades de levantar cabeza por carecer de una adecuada formación. Podemos buscar soluciones temporales al desempleo de larga duración, aunque de nada servirán si no actuamos en su origen. Parece obvio que la respuesta debe dirigirse a prevenir este dramático escenario, con antelación suficiente.

Más allá del rendimiento académico, debería preocuparnos qué está ocurriendo con otras funciones propias del sistema educativo. El aprendizaje de unos contenidos teóricos no es el único fin, ni tampoco tendría que ser el principal, de un modelo de enseñanza. Así lo contempla la legislación, obligando a que también se acometa la capacitación de los escolares para afrontar las exigencias de la vida diaria. El pensamiento crítico, la resolución de conflictos, la comunicación efectiva o el trabajo colaborativo son habilidades tanto o más importantes que los conocimientos adquiridos. Sin estas capacidades resulta casi inviable la aplicación práctica de la teoría aprendida. En el desarrollo de la personalidad de los alumnos es, precisamente, donde radica la especial consideración que debe otorgarse a los profesionales de la docencia. De ahí la necesidad de dignificar a los docentes y de modificar sustancialmente su estatus en la sociedad.

Mención aparte merece la formación en valores, habitualmente manipulada en favor de la ideologización de los escolares. Y hay razones para sospechar que lo que realmente importa al sistema educativo español, al actual y a los anteriores, es inculcar determinadas creencias e ideas. El Libro Blanco advierte de que la escuela debe ser consciente de su responsabilidad ética. Así pues, cultivar estos preceptos debería ser un objetivo prioritario del modelo de enseñanza. Mal que nos pese, España es uno de los países menos íntegros y más corruptos del continente. La crisis de valores de la sociedad española no se reduce a la clase política que, por otra parte, no deja de ser una representación de la población general. Enseñar a los chavales a respetar al prójimo y unas normas de sana convivencia, junto con otros principios éticos, es una labor encomiable; pero, sin duda, para cumplir semejante cometido no basta con impartir una asignatura teórica. Aprendemos a ser más humanos, más cívicos con el ejemplo y la práctica diaria, no aprobando un examen.

La educación es la piedra angular del Estado del Bienestar. No hay futuro para una sociedad carente de valores y con un nivel académico todavía demasiado bajo. Por eso llama la atención que el discurso político se centre en las consecuencias directas del fracaso educativo -corrupción, paro o desigualdad- pero no priorice las soluciones que lo evitan. España necesita, sin más dilación, un Pacto de Estado que salvaguarde al sistema educativo de los vaivenes partidistas.

El alumnado es el centro y la razón de ser de la educación. Así comienza el texto de la Ley Orgánica para la mejora de la calidad educativa (LOMCE). Ahora solo falta demostrarlo.

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