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Juan R. Gil

Memoria de una plaza

Sostiene Paco Esquivel que la plaza de Gabriel Miró es la más hermosa de Alicante. Y tiene razón: lo es. Pero hubo un tiempo en que fue una herida abierta en el mismo corazón de la ciudad. Entonces casi nadie la llamaba por su denominación oficial, sino por la del edificio que dominaba la escena. La plaza de Correos se decía. Y era sinónimo de drogas y prostitución. Lo más hermoso se había convertido en lo peor.

Fue el Ayuntamiento el que permitió que la zona se degradase hasta extremos incomprensibles en una capital moderna. Pero no fue el Ayuntamiento el que la sacó de aquel sumidero. La plaza revivió fruto de la suerte (Correos no encontró quien le comprara su sede y tuvo la feliz idea de rehabilitarla y abrirla de nuevo), del acuerdo entre instituciones (el Sabadell, que tenía previsto alquilar a un despacho de abogados la antigua sede de la CAM situada en los aledaños, acabó por cedérsela a la Universidad para uso público), de la iniciativa de colectivos profesionales (los arquitectos trasladaron allí su colegio y su banco) pero, sobre todo, del empeño de los pequeños empresarios que fueron los primeros en atreverse a abrir alrededor de ella restaurantes y cafeterías que le dieron vida y resultaron a la postre determinantes en la regeneración de la zona. Sin el Tapenot de Mateo, antes Alebrije, o La Sastrería de María Luisa, sin el cercano One One del incombustible Bartolo, que aguantó en los peores momentos, sin ellos y los que vinieron después, la plaza de Gabriel Miró seguiría siendo un antro.

Por eso llama la atención que haya sido precisamente en la plaza en la que haya fijado su mira (y apuntado sus cañones) en primer lugar el vicealcalde Pavón en su cruzada contra los veladores, las terrazas que restaurantes y cafeterías instalan en el exterior de los establecimientos. La dureza con la que Pavón pretende tratar a quienes durante años han mantenido sus negocios abiertos allí contra viento y marea, facilitando con ello que la ciudad recuperara un espacio privilegiado que había perdido su esencia para convertirse en un agujero negro que traía de cabeza a la Policía, los servicios sociales y los vecinos; la radicalidad con que se pronuncia el concejal, digo, tiene poca explicación. Más si se tiene en cuenta que ni Gabriel Miró es el punto más saturado del centro de la ciudad en cuanto a veladores y decibelios, ni jamás se ha ocupado el espacio noble de la plaza ni las aceras por donde transitan los peatones.

Lo que ocurre con Gabriel Miró es paradigma del problema que tiene el líder local de Guanyar con los veladores. Pavón tiene razón cuando pretende regular esas terrazas y poner orden en el caos hasta ahora existente. Parafraseando a los dueños de una galería de arte que ha tenido que cerrar, Alicante no puede resignarse a convertirse en un gigantesco bar. Y, mucho menos, regirse por la ley del oeste. Pero el edil pierde a menudo esa razón que le asiste por los modos autoritarios con que se conduce y por su inflexibilidad, inflexibilidad que ahora dos juzgados (de forma por cierto tan mecánica como la que él mismo aplica a los demás) revisan por si ha devenido prevaricación.

Una ciudad es un lugar de convivencia, o no es. Y la convivencia exige normas que se cumplan, pero también largueza de miras en su aplicación para no generar mayores problemas que los que se quieren corregir. Y para no ser injustos con la propia historia.

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