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Crónicas precarias

Los comicios que robaron la Navidad

Aunque desde que confesó haber viajado en autostop a Ibiza se ganó un pedacito de mi corazón, hay algo que jamás podre perdonarle a Mariano Rajoy. ¿Los recortes en derechos sociales? ¡Para nada! Sufro un potente síndrome de Estocolmo y estoy convencida de su gran valía como estadista en momentos de crisis. ¿La aprobación de leyes retrógradas? Tampoco, me gusta tanto la ropa de 1940 que me he aficionado a la atmósfera de postguerra. ¿Quizás que su estrategia política se base en no hacer nada y dejar que los acontecimientos nazcan y mueran ante sus ojos? Pues no, de hecho creo que todos tendríamos que aprender de ese tono entre zen y pachorra con el que nuestro amado líder afronta sus días.

Lo que realmente me ha dolido de Rajoy es la ocurrencia de convocar elecciones en Navidad para que todos corramos el peligro de provocar una batalla campal con nuestros parientes entre los turrones y el café. Bastante difícil es conservar la calma y la cordura en estas fechas tan entrañables como para convertir cada cena y cada comida festiva en una interminable tertulia política.

«A mí no me interrumpas, que yo no te he interrumpido y pásame la salsa, desnortado bolivariano». «Untar así el paté es propio de la vieja política». «Hay que acabar con los coches oficiales, el espumillón que has puesto este año es un horterada». Padres contra hijos, hermanos contra hermanos, hogares rotos, langostinos saltando por los aires, trozos de jamón esparcidos por el suelo como víctimas colaterales del conflicto. ¡Es muy cruel sembrar la discordia en pleno aquelarre navideño! ¿No se supone que el PP defendía los valores familiares?

Encima, como estas elecciones se presentan moviditas, el debate no se centrará solamente en quién ha ganado y en qué medidas va a aplicar, sino también en qué pactos se deben hacer. Y ahí, cada tía, cada cuñado, cada madre sentada en nuestra mesa se servirá otra copita de cava, sacará al politólogo en prácticas que lleva dentro y comenzará a aleccionar a diestro y siniestro sobre con quién debe juntarse Albert Rivera. El horror. Espero que llegado a ese punto a mí ya me haya dado una sobredosis de pollo relleno de ciruelas y agonice inconsciente sobre la alfombra centenaria de algún antepasado.

Sin embargo, mi calvario no se va a limitar a las sesudas sesiones de análisis postelectoral. No, servidora es muy desgraciada y tiene una importante comida familiar el 19 de diciembre. Y en mi familia no existe la jornada de reflexión. Así que todo indica que me voy a ver atrapada en un apasionante debate sobre a qué partido debemos o no debemos votar al día siguiente y qué consecuencias apocalípticas puede tener esa decisión.

¿Acaso no es suficiente con sacar a relucir vergonzosas anécdotas infantiles? Entre que recuerden que con 5 años pronunciaba la efe en vez de la ese y gritarles a mis seres queridos que sus creencias políticas son una patraña, yo opto por la primera opción. Como si tengo que disfrazarme de pastorcilla y entonar villancicos pandereta en mano. Me sacrifico. Lo que sea para evitar que durante el aperitivo alguien comente en voz bien alta: «A ver, la periodista, ¡que diga quién tiene que ganar!» y yo deba reprimirme para no contestar: «El caos, ojalá gane el caos».

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