La de este año va a ser una Navidad extraña. Con las elecciones a dos días del sorteo del Gordo, la campaña electoral se desarrolla en dura competencia con las propias de la época, destinadas a incentivar un consumo que estos años de derrumbe económico han convertido en gesto patriótico. Nunca antes hubo tanta posibilidad de confundir los programas electorales con la carta a los Reyes Magos, lo que no deja de ser un desafío para quienes desde ayer piden algo que llevarse a la urna.

La continua machaconería del mensaje político en su versión de prontuario hace tiempo que convirtió las campañas electorales en un ritual vacío cuya inanidad sólo rompen algunas escasas confrontaciones de candidatos. Esa omnipresencia es incluso más fuerte, si cabe, desde que el debate sobre los asuntos comunes emergió como un hallazgo en los formatos sálvame de las televisiones, siempre ávidas de nuevos territorios en los que se discuta a voces. El descubrimiento del potencial telegénico de la política coincide con el momento en que la ciudadanía entendió que recuperar cierta iniciativa en lo público era la única salida para sobrevivir a la que estaba cayendo y recuperó el interés por una actividad hacia la que siempre se mostró más bien escéptica.

La moda televisiva de esta temporada es el empeño en humanizar a los líderes políticos, como si antes de que salieran en ciertos programas fueran marcianos o extrañas flores de invernadero. Humanizar significa descubrir que esos seres que invaden nuestras casas y de vez en cuando hacen como que visitan la vivienda/plató de un señorito tienen la misma vida plana de cualquier vecino, conocer que en la guapura de Pedro está el núcleo de su mensaje o que la empanada de Mariano es una receta de su suegra.

Hasta ahora, nadie ha explicado por qué una campaña electoral ha de durar quince días. No existen estudios conocidos que descarten con ciencia la posibilidad de que, con un chaparrón continuo el resto del año, una semana, por ejemplo, sea suficiente para desempatar el ánimo de los indecisos. Y ningún partido sugiere que quizá este período de intensa polarización pueda acortarse para atenuar el ruido que genera y rebajar un gasto que es el más elevado que tienen las organizaciones políticas. El PSOE declara que su campaña se llevará nueve millones de euros; a Ciudadanos le costará cuatro, 2,5 a IU y en torno a dos millones a Podemos. El PP ni dice lo que va a gastar. Tanto dinero para dos semanas en las que poco se aclara al elector y en las que lo que se escucha son pocos más que respuestas automatizadas a preguntas que nadie les hace.

Con el peligro de que vuelva a darse un efecto colateral de sobra conocido: cubrir esos costes de agitación electoral facilitó que la corrupción anidara en el seno de los partidos, siempre necesitados de formas encubiertas de financiación. Pero ninguno de los concurrentes en estas elecciones generales dice nada de aliviarnos de esa pesada carga que son ellos mismos en modo campaña. Eso sí que los humanizaría.