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Gerardo Muñoz

Momentos de Alicante

Gerardo Muñoz

Naufragio en el mar de la melancolía

Pablo quería a Isabel como a una auténtica hija, por eso le dolía en el alma verla sufrir lo que el viejo cirujano Matías Blasco había llamado el mal de atrabilis.

Hacía cinco años que Isabel había empezado a padecer aquella dolencia con una sensación vaga de malestar, dolores de cabeza, insomnio, irritabilidad y tristeza, que poco a poco fue agravándose con un creciente sentido de culpabilidad por una serie de pecados indeterminados y por una percepción de desprecio que nada tenía que ver con su entorno real, llevándola al íntimo convencimiento de que debía purgar sus penas y alejarse de quienes la aborrecían, enclaustrándose como novicia en el monasterio de Nuestra Señora de la Verónica.

Pablo Martínez de Vera y Pasqual del Pobil vivía en una gran mansión situada en la calle Mayor de Alicante. Había nacido en aquella misma casa 67 años atrás y moriría en ella nueve años después, concretamente el 28 de abril de 1734. Una enrome casa que ahora compartía con su esposa, María Ana Miquel y Paravicino, sus dos hijas, Isabel y tres criados.

María Ana era viuda cuando se casó con él en la colegiata el 25 de febrero de 1699, pero no había tenido descendencia con su anterior marido. Con Pablo tuvo cuatro hijos: Bárbara, Nicolás, Francisca y Salvador. Los dos varones sin embargo habían fallecido siendo niños.

Antes de casarse con María Ana, Pablo había desposado a otras dos mujeres: Isabel Ordóñez de Villaquirán y, en segundas nupcias, Eugenia Bosch. Ninguna de las dos llegaron a darle hijos. Pero Eugenia era viuda y aportó al matrimonio una hija, Isabel, que había tenido con su anterior marido, Domingo Roca.

Isabel tenía solo tres años cuando Pablo se casó con su madre, y cinco cuando ésta murió. Su abuela paterna la reclamó, pero Pablo se negó a entregársela, ya que la había acogido como una hija y había empezado a quererla como tal. No llegaron a entrar en pleitos porque la abuela falleció y los dos tíos de Isabel, casados y con hijos, decidieron que lo mejor para sus respectivas familias era no llevar a sus hogares a una niña que apenas conocían. Además, pocos años después comenzó el conflicto por la sucesión al trono de España y ambas familias quedaron enfrentadas: mientras los Roca se declararon partidarios del archiduque Carlos, Pablo defendió, como baile general del reino, la legitimidad del Borbón. Pero Pablo no solo se opuso a tomar represalias contra los hermanos de su segunda mujer, sino que, en determinado momento, se avino a ayudarles a huir hasta Barcelona, embarcándoles a escondidas en un buque comercial cuando estaban a punto de ser arrestados y encarcelados.

Aunque Pablo luchó lealmente a favor del Borbón, unos años más tarde se vio comprometido por culpa de aquella ayuda que prestó a los Roca. Por fortuna, Pablo poseía un certificado firmado el 5 de septiembre de 1706 por el mariscal de campo Daniel Mahony, que ponía de manifiesto la «lealtad de fiel vasallo» con que había servido a Felipe V, defendiendo la plaza de Alicante primero desde la batería de La Ampolla y después en el castillo de Santa Bárbara, hasta la capitulación de las tropas borbónicas.

Nueve años después, en septiembre de 1715, para acallar definitivamente los rumores que le apuntaban todavía como posible traidor, Pablo pidió al alcalde mayor y juez de Alicante, Francisco Esteban Zamora y Cánovas, que recibiera «sumaria informacion de testigos para probar y verificar que el certificado es de la propia mano y puño del dicho Don Daniel Mahoni». Y así lo hizo el juez, tras tomar declaración a tres testigos.

En 1722, Pablo convino los futuros desposorios de sus dos hijas: Bárbara, que tenía 18 años, fue comprometida con el ilicitano Jaime Ortiz de Beaumont, y Paquita, que tenía 15, con el alicantino Francisco Bojoni Forner. También le hubiera gustado comprometer a Isabel, pero ella se negó en redondo, a pesar de que ya había cumplido los 29.

Pero es que por aquel entonces Isabel ya llevaba muchos meses poseída por una tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente. Nadie en la casa sabía las razones de aquel estado melancólico de Isabel, excepto Pablo y una criada.

Dos años antes, en el invierno de 1720, una terrible tempestad hizo zozobrar frente a la playa de la huerta alicantina a la tartana Nuestra Señora de la Letra, en la que iban 230 hombres. El Comandante Real de Guerra, Vicente Garay, ordenó a las autoridades alicantinas que dispusieron todo lo necesario para que los supervivientes heridos fuesen atendidos en el hospital y que los demás recibieran alojamiento durante veinte días en casas de vecinos, especialmente los 46 oficiales y caballeros.

En casa de Pablo fueron alojados tres oficiales: Francisco Álvarez Cuevas, capitán de la fragata La Galera, y sus hijos Juan y Carlos, que eran alféreces de fragata (Juan de La Galera y Carlos de La Tolosa). Eran naturales de Puerto de Santa María, donde poseían numerosas propiedades.

Durante los veinte días que estuvieron los tres militares alojados en la residencia de Pablo, la vida cotidiana en la mansión se vio alterada. El edificio era lo suficientemente grande y tenía las estancias necesarias para que tanto la familia como los invitados se hallaran cómodos, pero la presencia de dos chicos jóvenes, nobles y atractivos alborotó a las muchachas de las casas, especialmente las dos más pequeñas.

Isabel se comportó con corrección. Compartió mesa y conversación con los invitados de manera discreta, retirándose cuando los varones deseaban permanecer a solas. Pero algunas cosas (o muchas) debieron escapársele a Pablo, y también a su esposa, puesto que a la postre resultó evidente que entre Isabel y uno de los hermanos, Carlos, nació y se desarrolló un sentimiento mutuo de admiración y simpatía, que al parecer acabó convirtiéndose en amor, al menos por parte de ella, aunque desde luego Pablo estaba seguro de que tal amor nunca había dejado de ser platónico.

Isabel y Carlos no llegaron a manifestar su sentimiento ante los demás. Pablo dedujo más tarde que fue idea de él. No quería comprometerse y se conformó con intercambiar miradas y suspiros promisorios, furtivas caricias y hasta algún que otro beso fugaz. Un divertimento con que matar el aburrimiento mientras transcurrían los días y llegaba el momento de volver a la mar. Pero Cupido sí que fue certero con Isabel, pues su amor por aquel joven marino prendió con vehemencia y verdad en su corazón. Así lo manifestaba el contenido de las cartas que le envió durante meses y de manera clandestina, en complicidad con una de las criadas, pero de las que nunca recibió respuesta.

Pablo empezó a interceptar aquellas cartas muy pronto, avisado por la criada. Después de leerlas, dejaba que fueran enviadas.

Con el tiempo, la ilusión de Isabel fue transformándose paulatinamente en preocupación, frustración y tristeza cada vez más profunda. En su última carta, le decía a su amor no correspondido que se sentía como una náufraga en el mar de la melancolía. Pablo nunca habló con Isabel sobre ello. No quería comprometerla y no creía que desvelando su secreto la ayudase a vencer la tristeza que sentía. Esperaba que el tiempo la ayudase a superar la pena, hasta que ella empezó a hablar de su deseo de ingresar como novicia en el monasterio de la Santa Faz.

Pero una preocupación mayor embargó a Pablo cuando a la tristeza y la pérdida de apetito y de peso de Isabel, se sumaron la fiebre y las hemorragias frecuentes. El cirujano Félix Machi, a quien recurrió Pablo desesperado, diagnosticó el mal de la sangre blanca, solo unos días antes de que esta enfermedad acabara con la vida de Isabel. Pero Pablo siempre pensó, hasta el día en que falleció, que la causa real de la muerte de su hija no fue otra que la melancolía.

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