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El caballo rojo

Bien. Pues estoy de vuelta. Retomo esta «vuelta de hoja» después de un parón importante. Podría empezar este artículo como Fray Luis cuando volvió a ocupar su cátedra en Salamanca: «Decíamos ayer?» pero no soy Fray Luis y que me aspen si me acuerdo de lo que dije hace tres años. Alguna necedad sonora, según lo más probable.

Bien. Es el caso que en este lapso de tiempo las cosas no es que no hayan mejorado. Es que han ido a peor y, diciendo esto, no creo apartarme un tanto así de la realidad, ni arrimarme un ápice al sentimiento trágico de la vida que me colma.

No acabamos de aprender a usar la tinta como sería de desear. Seguimos escribiendo la historia con sangre y juntando cadáveres en una montonera desproporcionada, despiadada. No miramos atrás de vez en cuando por ver de aprender de los errores pasados. No vemos que los errores pasados son calamidades monumentales que estamos dispuestos a repetir, una y otra vez. Siempre caemos en el mismo fango. Y nos levantamos en armas porque la razón está muerta. A la razón la matamos hace mucho tiempo quizá con una simple quijada de asno o con un hueso de tapir, que tanto da.

Los últimos atentados en París nos meten de lleno en un ambiente prebélico, canciones para antes de una guerra. Manifestaciones, gritos al cielo, pero la maquinaria está engrasada desde hace siglos y no hay quien la pare. Creo que fue Borges quien dijo en una ocasión que no podemos matar al criminal del mismo modo que no nos comemos al caníbal, que es lo que están prestos a hacer grandes potencias en Siria. Nuestro presidente está dubitativo, qué tendrá nuestro presidente. El tancredismo de don Mariano le aconseja no precipitarse en la toma de decisiones no sea que ante la proximidad de las elecciones una mala apuesta pueda arruinarle su papel de figurón zangolotino. Siempre ha tenido muy claras sus prioridades. No tardará en pillarle el toro por muy quieto que se quede.

Recuerdo el sindiós de Las Azores, la pasada del caballo rojo del apocalipsis por Iraq. Estaba en plena manifestación coreando con no poco entusiasmo aquello de «no a la guerra» o «no en mi nombre». Llevaba a mi niño, que entonces era un bebé, amarrado al pecho con una bolsa marsupial. Ahí, en esa bolsa, estaban todos los niños del mundo porque siempre he estado con Arthur Miller en eso de que «todos son mis hijos». A la despiadada, brutal, acción de los terroristas van a responder, están respondiendo con la misma impiedad, con la misma brutalidad, caballeros con corazón de misil sobre el caballo rojo. Lo único que se consigue es recebar la montonera, hacer legal la infamia, justificada la masacre. Después desempolvan nauseabundos eufemismos como el de los daños colaterales. Claro que seguiremos viendo daños colaterales, los que se cuelen, porque hay muertos de más relevancia que otros y estos no se muestran. Veremos salir triunfante a la muerte del mar en pantalón corto. De los escombros con un aro de hierro. Del tumulto de la nada mirando a la nada. Ojitos yertos. Sigue llenándonos de gozo el ser capaces de destrozar un cráneo con un hueso de tapir, como en la metáfora de Kubrick. Y seguiremos matando a Abel con una quijada de asno por los siglos de los siglos porque somos secularmente un error de la naturaleza, un mal sueño de los bosques, una puñetera aberración. No a la guerra. No en mi nombre.

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