Apenas tres semanas para las elecciones del 20D y ya brotan las primeras pistas, que casi tildaría de sólidas desde hoy al día de marras. Los llamados partidos «emergentes» son una realidad incontestable, especialmente Ciudadanos, que rebaña por segundos seducciones increíbles hacía unos meses; pero incluso Podemos, que tuvo hace año y medio el descaro de abrir la lata del hasta entonces hermético bipartidismo socialista y popular, y que se perfila, aun contando con el descrédito reciente en su intención de voto actual como elemento claramente oficiante para el día de una boda por «conveniencia». Y es que Podemos y Ciudadanos se yerguen con merecimiento -si me permiten el símil rabalero- merced a dos hostias en las mejillas de los otros dos mastodónticos partidos de esta nuestra irrisoria democracia, a la que casi ni resuello le queda para expeler una postrera ventosidad de esperanza por esa mugrienta y legendaria gestión de alternancias en el poder.

Tanto es el cálculo de las infamias, que ni Rajoy se ofrece ya a debatir bajo flexo con la carne fresca que representa Pablo Iglesias, Albert Rivera o Pedro Sánchez. Y no me extraña, la verdad. Creo que el hoy presidente en funciones ha tomado su decisión más brillante (aunque también la más sonrojante y algo canalla): no debatir. Eso no se ha visto en ningún país. Pero me pongo en su chaqueta y, exprimiendo el limón, algo entiendo: presidente del Gobierno, o sea, con los huevos escalfados ya de tanta corrupción adherida a la piel de su partido, al modo de ese aroma del fumador sacrificado miles de meses sin fumar pero cuyos poros aún destilan alquitrán y calambre de pulmones. Mal presagio del médico. Sesenta años, además, de Rajoy, contra los atrevidos treinta y seis de Rivera, treinta y siete de Iglesias o los cuarenta y tres de Pedro Sánchez (omito en la lidia los treinta de Alberto Garzón, pues aun pareciéndome un tipo muy competente, intuyo que eligió una defensa más de teatro y fantasía que de realidad; de nuevo). En este panorama, ¿cuántos votos puede granjearse el gallego Rajoy de ofrecerse en un debate directo con la mocedad impertinente de tales aspirantes, que además en recursos mentales y gestuales le triplican hasta lo hilarante casi como lo hizo el otro día el Barça de Luis Enrique al Madrid en el Bernabéu? ¿No es más inteligente una retirada callada y enviar a doña Soraya?

Que Rajoy envíe al frente de los debates públicos con la «juvenaria» política adversa a nada menos que a la ínclita Soraya, puede hacerle perder votos, desde luego, aunque sea por cagón y evasivo. Que lo es. Pero, sinceramente, sospecho que es su mal menor. Digo: el PP ha perdido la mitad de votantes desde hace cuatro años, por semanas se siguen sumando deserciones que parecían inmovibles a la vista de tanta corrupción y mentiras, especialmente, y aun así el PP aparece como el partido más votado para las Generales del 20D. Por eso Rajoy sólo está dispuesto a saltar al «ring decisorio» con alguien a su «altura baja», para entendernos, aparentemente similar a él en distrofia, traduciría yo, en inoperancia dialéctica. Y el elegido es, claro, Pedro Sánchez: socialista de cepa que representa al eterno relevo en urnas con hechuras, a quien tras ver el otro día con Bertín Osborne casi me da un yuyu de esos medio infartitos por la impresión del fiasco que, sinceramente, me regaló el galán socialista. De modo como Rajoy sabe que su rival se llama Rivera, o sea, Albert Rivera, cuyo líder reparte sopas con onda a todos los líderes del país y que lo quiera o no va a ser la zorra más perseguida, entiendo que prefiera acudir a la radio en día de fútbol a comentar el Madrid con su hijo, aunque resulte un pedantillo sabihondote y todo el personal lo aplauda la gracia fea por ser niño, antes que sentarse en un debate político de altura con líderes o lo que se geste, para España enterita. Tipo listo, en su último día. Por eso decía.