Desde que el ser humano puede ser considerado como tal ha recibido distintas etiquetas, calificativos que destacaban una cualidad generalista que permitía diferenciarlos una época tras otra. Así tenemos al principio del todo el hombre cazador y recolector, errante y viajero por necesidad a la búsqueda constante de alimento. Hace unos 10.000 años surgió el hombre agrícola y ganadero que eliminó su dependencia alimentaria lo que le permitió dejar de vagabundear y crear asentamientos que serían los precursores de las grandes ciudades. Entre el final de siglo XVIII y principio del siglo XIX surgió el hombre tecnológico de la mano de la revolución industrial. El cambio económico, social, tecnológico y cultural que supuso la revolución industrial también fue la cuna de nuevos grupos sociales como la burguesía y proletariado y cuyos enfrentamientos y diferencias de intereses también fueron la semilla de nuevas ideologías como el capitalismo, socialismo, anarquismo y el comunismo. Pero todos, nuevos grupos sociales, nuevas ideologías y esta nueva forma de vida se apoyan en un pilar fundamental que es la capacidad de vender lo elaborado, la capacidad de convencer al comprador de las bondades del producto que sale al mercado. Y es así como llegamos al siglo XXI, que me atrevería a calificar como el de el hombre consumista.

El capitalismo, que entre sus principales características se encuentra el acopio de bienes como forma de vida, sería comparable a un gran trípode donde una pata sería el capitalista, quien pretende ampliar su beneficio; la segunda pata la formarían los trabajadores que realizan su labor a cambio de un salario y una tercera pata que la ocuparían los consumidores que buscan la satisfacción al adquirir un producto. Los consumidores y los trabajadores, también potenciales consumidores, somos pues fundamentales para la conservación y el mantenimiento de este gran imperio capitalista en el que los países desarrollados se encuentran inmersos. El capitalista lo sabe y empujado por su filosofía de vida que no es otra que ganar más y más dinero, se ha rodeado de poderosas empresas de marketing y publicidad cuya misión no es otra que la de mantener en el consumidor el instinto de la propiedad, el ansia de poseer y la necesidad imperiosa de acumular producto tras producto, buscando tras de ellos una felicidad que nunca termina de llegar. Y es así como constantemente los consumidores nos vemos sometidos a un bombardeo implacable de publicidad que llega a cualquier rincón de nuestras vidas. Y por si la publicidad diaria no fuese suficiente, también se inventaron días para consumir sí o sí. Apareció San Valentín, Halloween, se comercializaron los días de Navidad, se idearon el día del padre y el de la madre por supuesto y ahora nos han colado el Black Friday así, anglicismo incluido y sin anestesia ni nada.

Fue en Estados Unidos, principal semillero capitalista, donde se ideo el Black Friday o «viernes negro», siendo este el día donde se inauguran la temporada navideña, asociado a grandes rebajas y grandes oportunidades. Lo curioso es que en Estados Unidos este viernes viene después del jueves de Acción de Gracias que se celebra el último jueves de noviembre. Y los americanos como buena sociedad capitalista que es, ya que se deja de producir durante cuatro días, aprovecha para impulsar y dar rienda suelta al consumismo convulsivo de todos sus ciudadanos.

Y en esas estamos, mientras el mundo se despierta poco a poco de la pesadilla que el terrorismo sembró en el corazón de los franceses, mientras pagamos a Turquía para que retenga a los refugiados sirios manteniendo alejadas de nuestra mediocre Europa las miserias y las penosas imágenes de un pueblo desamparado, nosotros nos vamos de rebajas y con elecciones generales a la vuelta de la esquina, seguro habrá alguien que presuma de la bajada del paro y del aumento del consumo en el mes de diciembre. ¡Manda pantalones! Ojalá todos fuésemos un poco Pepe Mujica, expresidente uruguayo que reflexionaba en voz alta diciendo: «Si tuviera muchas cosas tendría que ocuparme de ellas. La verdadera libertad está en consumir poco».