El objetivo de erradicar la lacra social y cultural que es la violencia de género parece muy difícil de conseguir. La pasada semana ascendían ya a 48 las víctimas mortales a manos de sus parejas o exparejas, una cifra realmente escalofriante que no deja duda acerca de la naturaleza de esta enfermedad social, que se transmite a través de ideas y sistemas de creencias y valores equivocados e irracionales, que una vez han arraigado con fuerza en la mente de los individuos que la protagonizan, son difíciles de modificar.

El anterior razonamiento es determinante a la hora de visibilizar a los agresores, especialmente al considerar qué modelo de pensamiento e ideología existencial es determinante en su proceder y actuar de la forma en que lo hacen. Hay que hacer notar que, pese a que comparten una ideación machista común, la personalidad, características sociales, habilidades, estado mental, etcétera, de cada agresor varían de forma muy diversa, por lo que los investigadores han elaborado múltiples tipologías, sin poder concluir ni afirmar de forma expresa la existencia un perfil único, aplicable a todos los agresores. Y es que un agresor de género puede ser tanto un hombre con una personalidad agresiva, sin ninguna habilidad social, bajo nivel de instrucción y con algún posible trastorno o adicción, como otro que por el contrario haya cursado estudios medios o superiores, con una personalidad aparentemente percibida como deseable por los demás y sin ninguna patología mental o adicción.

Centrándonos en esta última cuestión, es interesante prestar atención a aquellos agresores que una vez que cometen el asesinato se suicidan de forma inmediata. La percepción común de la ciudadanía lo suele atribuir a un intento desesperado y cobarde de huir de la acción de la justicia pero, ¿cuáles podrían ser los motivos finales que pueden impulsar a un agresor de género a suicidarse tras haber cometido asesinato sobre su pareja?

Según estadísticas oficiales, el número de agresores suicidas oscila entre el 20% y el 40% de los casos de violencia de género. Al ser cifras relativamente bajas, resulta ciertamente difícil establecer una tendencia, abriéndose paso, de este modo, una cierta suerte de especulación pseudocientífica que, con mayor o menor fortuna, quiere y no llega a poder descifrar con precisión, el porqué de esta acción y cuáles podrían ser los factores que han inducido al agresor a quitarse la vida automáticamente tras matar a la víctima. Algunos investigadores han sostenido la tesis de que el suicidio de los agresores podía deberse al miedo y vergüenza por creciente de rechazo social o como una respuesta de «huida hacia delante» extrema al ver que su capacidad de controlar a la víctima se desvanece ante la acción legal desencadenada tras su martirio.

En el reciente XIII Congreso sobre la Violencia contra la Mujer, organizado por la Diputación de Alicante, el psicólogo y criminólogo Vicente Garrido hizo alusión a la cuestión de los suicidios entre agresores. De acuerdo con Garrido, es posible agrupar a los agresores de género en 2 grandes grupos. El primero caracterizado por desarrollar una marcada dependencia emocional respecto de sus parejas o exparejas, mientras que el segundo viene caracterizado por la presencia de rasgos psicopáticos entre sus individuos. Aquellos agresores que tras cometer asesinato sobre sus parejas terminan suicidándose, se situarían en el subgrupo de dependientes a nivel emocional. En el restante subgrupo, quedarían los individuos que poseen, en mayor o menor medida, rasgos psicopáticos que, al ser más fríos emocionalmente a la hora de actuar, nunca admiten su culpabilidad por el resultado de sus acciones y raramente cometen suicidio.

Siguiendo el argumento de que el suicidio entre agresores podría tener una clara base emocional alterada, es posible afirmar que ese nudo se ve reforzado, en alguna medida difícil de determinar, por una visión muy enfermiza y distorsionada de lo que significa la relación de pareja. Muchas veces se ha escuchado en este contexto la frase lapidaria «la maté porque era mía», como una reacción extrema de control irracional sobre la víctima o por el miedo terriblemente inmaduro e infantil a ser abandonados, entre otras muchas posibilidades no exculpatorias de la responsabilidad penal. Es importante seguir investigando estas cuestiones que desde la Criminología y la Psicología forenses son determinantes para conocer mejor los perfiles de los agresores, especialmente de cara a la prevención de la aparición temprana de estas conductas indeseables, que constituyen claras formas de terrorismo cotidiano y estructural en el seno de nuestras sociedades contemporáneas.

(*) Este artículo también está firmado por Guillermo Clemente María, graduado en Criminología, en prácticas externas.