La ciudad es, en su soporte más básico, la arquitectura que antecede, acoge y propicia lo que allí se pueda llegar a producir. Y sabemos bien los arquitectos que no hay buena arquitectura sin buen cliente; pues es éste quien selecciona al arquitecto, le transmite su inquietud y lo sufraga. Por tanto, no es difícil cerrar el silogismo: no hay buena ciudad -¿qué es un Campus sino una suerte de ciudad?- si no hay un buen cliente.

Andrés Pedreño lo sabía. Y así me lo contaba, aquel día de julio de 1994, ante un plano en el que se dibujaba un nuevo Campus allí donde entonces solo había tierra y matojos. «Quiero para Alicante un Campus modélico, una Universidad ejemplar. Y sé que eso pasa por la arquitectura». Quizá él no recuerde ya esa conversación en la que buscaba comprometerme, y esas precisas palabras cargadas de futuro. Pero yo las recuerdo cada vez que rememoro mi primer trabajo en el campus o que soy requerido aquí o allá para hablar de él. Me resulta imposible explicar la importancia del devenir del Campus de San Vicente sin hacer referencia a aquella persona y a aquella expresión en el contexto de aquella conversación.

El hábitat del Campus de la UA no sería lo que es sin su rector de entonces. Sin su actitud visionaria, sin su empeño, sin su capacidad de transmitir y contagiar entusiasmo, sin su exigencia de eficacia e implicación. Sin su rigor democrático a la hora de seleccionar a los arquitectos que participarían en su construcción, mediante encargos directos por prestigio, concursos abiertos o concursos con empresa, que dieron oportunidad de reunir allí a un buen número de arquitecturas de calidad. En estos quince últimos años de aquel proyecto ya concluido son miles los profesionales, estudiantes y profesores de arquitectura que han viajado ex profeso a Alicante para visitar su reconocido Campus universitario. Venidos de todas partes del mundo hasta aquí para aprender de esa realidad construida que aquel día, hace veintiún años, era ante nosotros tan sólo papel y visión de futuro.

Por eso hoy, cuando la Universidad de Alicante concede a un arquitecto su más alto galardón, en reconocimiento a su trayectoria profesional entendida como compromiso social a través del ejercicio de la arquitectura, nosotros, los arquitectos, que debemos entender ese reconocimiento como nuestro, no podemos dejar pasar la oportunidad de invertir el arco de trayectoria y reconocer a la Universidad, en la figura de quien fue su insigne rector, la oportunidad que brindó al trabajo comprometido de tantos arquitectos. Su constante invitación a incorporarnos a un proyecto enriquecedor para la sociedad entera y que nosotros, con el empoderamiento que él nos supo conceder, podríamos contribuir a hacer realidad. Se dirigía a nosotros como si tuviese recién leído a Paul Valery: «Soy arquitecto, ese que imagina lo que deseas pero con un poco más de exactitud que tú».

Hay muchas formas de mostrarse digno, y el respeto exigente por los otros, por sus saberes y conocimientos específicos -más aún cuando son nuestros contratados- no es la menor. Así fue Andrés Pedreño con los arquitectos. Así lo fue también con todos, con la sociedad entera, el 4 de octubre de 2006, cuando tras recorrer aquel edificio del que hablábamos dos años atrás y que era ya una realidad física que ese día se inauguraba, habría de dar otra lección de dignidad, la más alta y difícil, al ponerse en pie, con la legitimidad de su autoridad, ante un poder superior y avasallador para protegernos de él y sus abusos.