Eran las siete, las siete y media de la mañana. Hacia Madrid corrían los trenes de cercanías repletos de trabajadores y estudiantes, con los ojos aún con sueño, con sus libros de textos, ojeando algún periódico, con el bocadillo del almuerzo, oyendo música o las noticias de la radio o dormitando, con sus preocupaciones, ilusiones y sueños. Hacia Madrid al trabajo, al colegio, cuando una explosión los arrastró al horror de la muerte violenta, la mutilación, la ceguera, la rotura de los huesos, las heridas abiertas, el dolor irresistible entre el fuego, el humo, el pánico, la huida y los gritos desesperados del que llama a su hijo. La explosión vino del fanatismo, del odio cultivado. ¿Cuántos murieron, 200, 190? Sobran piernas y faltan manos, los cerebros desgarrados no se pueden contar, ¿y los corazones? Sus venas desparramaron la sangre entre tuercas, tornillos y raíles. Todo, todo está consumado en Atocha. Se oye el rezo imprecación del poeta sobre la matanza: «Gloria a Dios, al Padre que no lo fue, al Hijo que no vino y al Espíritu Santo que no habló. Gloria».

En Bruselas se oye la oración de la guerra santa: «En el nombre de Alá, el Clemente y Misericordioso, alabado sea Alá, cuya promesa se cumple y auxilia a sus siervos, y venció él solo a los infieles. La paz y la bendición sean sobre el último de los enviados puros, nuestro profeta Mahoma (Alá le bendiga y le salve). -Madre, no sufra por mí, moriré pero entraré en el paraíso prometido». Llevaba la muerte en su cintura y la desató, y sus huesos y entrañas se convirtieron en metralla fatal humana en París.

Somos los judíos el pueblo elegido por Yahvé, y tenemos derecho a ocupar esta tierra prometida que nos obligaron a abandonarla hace dos mil años. Vosotros los palestinos no tenéis derecho a regresar aquí, haremos un muro más fuerte y alto que el de Jericó y ninguna trompeta podrá destruirlo, por cada muerto nuestro mataremos a diez de los vuestros. Bendito sea el Innombrable.

Oíd al palestino: -Vivíamos aquí, esta era y es nuestra patria, Tierra Santa siempre dominada por romanos, turcos, ingleses o franceses. Estas tierras las conocíamos como nuestra palma de la mano, aquí nacieron nuestros padres, edificamos nuestras casas, cultivamos nuestros huertos. Cuando gente extranjera con bombas y cañones nos expulsaron, los que se resistieron murieron a manos de terroristas con ayuda de los países más poderosos del mundo. Somos tan pobres e incultos que no tenemos ni un Estado que nos defienda, por eso morimos matando. Millones de los nuestros están emigrados viviendo a miles de kilómetros en barracones miserables. ¿Qué podemos hacer? Si a vosotros españoles la Liga Árabe reconquistara y os expulsara de Al Ándalus desde Toledo hasta Tarifa (allí vivieron hace solo mil años), ¿qué haríais vosotros?

Oíd a los cristianos: -Somos el Eje del Bien y nos protege el Dios de los cristianos y luchamos contra el Eje del Mal. Estamos en una guerra que durará muchos años. Ahora bombardearemos Bagdad y destruiremos a Sadam Hussein que tiene armas destructivas (y si no las tiene, quiere tenerlas para destruirnos) y luego reconstruiremos lo que hemos destruido. Grandes beneficios que Dios nos recompensará. Ahora somos nosotros la Francia dolida, en nuestras calles de París, en nuestros cafés, en nuestra sala de fiesta hemos visto al terrorismo. Esto es una guerra y ahora bombardearemos Siria, cantado nuestro himno victorioso.

Y dice el sabio: -Lucháis contra el terrorismo, que entre todos habéis creado, armado y financiado. ¿Por qué para vuestras matanzas necesitáis invocar a vuestros dioses? Matad como humanos que sois, que el lobo del hombre es el propio hombre. Rezad para que no exista Dios, Alá o Yahvé, pues si existieran, ahora mismo os arrastrarían a todos al fondo del más negro de los infiernos. No a la guerra.