Con el estruendo al fondo de las bombas y los estragos de la guerra que se libra en Siria, sobreviene la reflexión sobre si la guerra en cuestión es justa o legal. En términos morales y éticos estrictos ninguna guerra sería justa, y muchos menos deseable, porque significa un fracaso del ser humano y de la humanidad en general, si bien hay moralistas no tan estrictos que, bajo ciertas circunstancias, la justifican. En términos jurídicos, sin embargo, el enfoque es diferente porque se parte del hecho de que, queramos o no, las guerras existen y todo lo que se puede hacer es intentar regularlas sobre la base de establecer las condiciones para iniciarlas (ius ad bellum) así como las que deben regir en el desarrollo de la contienda (ius in bello).

Hay que decir que la doctrina jurídica sobre la guerra ha sufrido cambios muy recientemente. De la prohibición absoluta de la guerra entre Estados, salvo en caso de legítima defensa y mediante la autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, se ha pasado a admitir que cabe el uso de la fuerza por motivos humanitarios, en evitación de genocidios y otras violaciones masivas a los derechos humanos; esta última opción, muy discutida, ha servido en ocasiones para enmascarar agresiones que perseguían otros fines. Pero se trata del supuesto actualmente más extendido, donde los provocadores no son formalmente estados, sino facciones, grupos terroristas y estructuras con o sin soporte territorial concreto, capaces sin embargo de alterar la paz y la seguridad internacionales.

En los últimos tiempos se han dado casos muy diferentes, todos con el denominador común de justificar intervenciones militares, por parte del Consejo de Seguridad, ante graves violaciones de los derechos humanos. En ciertos casos (Libia) el uso de la fuerza fue autorizado para intervenir contra Gadafi en apoyo de fuerzas insurgentes; en otros (República Centro Africana) con el fin de evitar la guerra entre milicias musulmanas y cristianas; en Mali con el objetivo de evitar la segregación de una parte del territorio por parte de milicias yihadistas.

En el caso de la guerra en Siria, la Resolución 2.249, de 20 de noviembre de 2015, permite el uso de todas las medidas necesarias sobre el territorio que se encuentra bajo el control del Daesh y el Frente Al-Nanur, a diferencia de lo que sucedió con la invasión de Iraq contra Sadam Hussein, que se produjo sin la autorización de la ONU.

La citada y contundente Resolución 2.249, reafirmándose en el respeto a la soberanía y a la integridad territorial y la unidad de todos los Estados, justifica la intervención de la siguiente manera: -El terrorismo constituye una de las amenazas más graves para la paz y la seguridad, cualesquiera sean sus motivaciones. -Por su ideología extrema y violenta, sus actos terroristas (Susa, Ankara, el Sinaí, Beirut, París, etcétera), sus ataques constantes, flagrantes, sistemáticos y generalizados contra la población civil, abusos de derechos humanos, en particular los impulsados por motivos religiosos y étnicos, actos de erradicación de patrimonio cultural, y por el reclutamiento y adiestramiento de ciudadanos de otros países cuya amenaza afecta a todas las regiones y Estados miembros.

La Resolución fija al enemigo claramente, en medio de la complejidad de la situación de un conflicto internacionalizado, donde los diferentes actores persiguen objetivos diversos. Solo por eso aporta un hecho positivo: centrar los esfuerzos en la lucha contra los terroristas, de donde puede venir una solución política, pues un requisito en la autorización para el empleo de la fuerza, como también pone de manifiesto la resolución, es propiciar un resultado final: recomponer la paz.