Hace ya 8 años que la consultora Mckinsey nos sorprendiera con aquella clarividente conclusión: «La calidad de un sistema educativo no puede exceder la calidad de sus profesores»; al tiempo, nos advertía de que «elegir a los mejores para convertirlos en profesores, conseguir que sean muy buenos dando clase y que todos y cada uno de los alumnos, del mejor dotado al peor, tengan una educación excelente y no se quede nadie (o el menor número posible) por el camino», no solo no constituye un eslogan político ni una máxima de ninguna ideología, sino los puntos en común encontrados entre los sistemas educativos con mejor desempeño en los informes internacionales de evaluación de la educación.

Ocho años, no obstante, en los que el código profesional de la función docente en España no ha conocido reforma ni innovación alguna. ¡Ni siquiera hemos sido capaces de ser consecuentes con aquel sugerente artículo 101 de la LOE (respetado por la LOMCE), ese que decía que «El primer curso de ejercicio de la docencia en centros públicos se desarrollará bajo la tutoría de profesores experimentados. El profesor tutor y el profesor en formación compartirán la responsabilidad sobre la programación de las enseñanzas de los alumnos de este último!» Después de 9 años, nada.

Al respecto, debemos entender por código profesional de la función docente: «lo que se dice acerca del valor de los profesores para la calidad de la enseñanza, lo que se regula expresamente como funciones y atribuciones de los mismos y lo que realmente hacen éstos en los centros y en las aulas». Y debemos considerar que dicho código profesional es un resultado de la combinación de 4 factores: el factor normativo (lo que se regula de la funciones del profesorado en leyes y reglamentos), el factor profesional (perfil exigido para la desempeño de la docencia y la formación inicial establecida), el factor acceso (el procedimiento de acceso y selección para el ejercicio de la profesión) y el factor desarrollo profesional (estímulos y atractivos económicos y profesionales para lograr un alto desempeño del profesorado).

Estoy convencido de que el factor normativo del código profesional de la función docente en España, con la pequeña matización de la referencia al incumplimiento de lo previsto en el artículo 101 de la LOE-LOMCE, no constituye ningún problema para la necesaria mejora de su desempeño. Así pues, no hay que mirar hacia lo que dicen nuestras leyes acerca de las funciones y atribuciones de nuestros profesores, siempre que seamos consecuentes con el desarrollo adecuado de lo que se prescribe en las mismas (el artículo 101 de la LOE mismamente). No ocurre lo mismo con los otros factores. Veamos

Por lo que se refiere al factor profesional, es decir, el perfil profesional diseñado para el ejercicio de la docencia y la formación inicial consecuente con éste, deberíamos tener presente su estrecha vinculación con el factor acceso y selección para el ejercicio de la profesión. Al respecto, un estudio efectuado por IDEA (Instituto de Evaluación y Asesoramiento Educativo), publicado en 2010, advertía ya que los propios docentes consultados valoraban que el 49,7% del profesorado de Educación Infantil había recibido una formación inicial «buena o muy buena», por un 30,8% del profesorado de Educación Secundaria. Abundando en ello, el estudio TALIS-2013, venía a confirmar, en cuanto a la formación inicial del Profesorado de ESO que, en España, el 64,5% declaraba haber recibido formación que incluye contenidos de todas las materias que enseña (por un 69,6% de la OCDE), que el 44,3% recibió formación pedagógica para aquellas (el 67% en la OCDE) y que el 44% había recibido la formación práctica correspondiente (por un 63,9% en la OCDE).

En definitiva, parece que los propios profesores españoles, cuando tienen la oportunidad de hablar, son bastante críticos con la formación inicial recibida para el desempeño de su profesión. Un hecho al que no resulta ajeno, ni mucho menos, el modelo de acceso y selección para el ejercicio de la docencia. Al respecto, resulta evidente que el modelo vigente, la antigualla del concurso-oposición, constituye un condicionante perverso y estúpido para mejorar consecuentemente la formación inicial de nuestros profesores, en consonancia con el alto desempeño profesional que sería deseable. No en vano, los estudios internacionales vienen poniendo en evidencia la necesidad de interconectar mucho más y mejor las etapas de formación inicial y selección para el desempeño docente. ¿El llamado MIR docente? Por ahí. Una expectativa que debería conectarse con otro hecho: según se recoge en el estudio de IDEA citado, un 51,9% de los profesores de secundaria se muestran «de acuerdo o muy de acuerdo» con la afirmación «los profesores de secundaria deberían estudiar una carrera de docente como en el caso de los profesores de primaria». ¿Estamos dispuestos?

Finalmente, y por lo que se refiere al factor desarrollo profesional (de actualidad por la polémica desatada a propósito de las propuestas del profesor J. A. Marina) podríamos preguntarnos: ¿hemos diseñado una carrera docente consecuente con el objetivo de reconocer el alto desempeño profesional de nuestros profesores, o de asumir la responsabilidad de un desempeño deficiente? La respuesta es, obviamente, no. No obstante, ya en el referido estudio de IDEA se evidenciaba que el 74,5% de los profesores consultados se mostraba de acuerdo o muy de acuerdo con la afirmación «la evaluación del profesorado debe ser una obligación para el docente», y un 34,7% manifestaba que «los resultados de la evaluación se deberían utilizar para mejorar su formación o repercutir en las condiciones laborales». A pesar de ello, lo que constatamos es que el uso de mecanismos formales de apreciación y evaluación es poco frecuente en España. Así, el 45% del profesorado trabaja en centros donde el director informa que los docentes por lo general no son evaluados formalmente, frente a solo el 7% de promedio en el informe TALIS.

A propósito de todo ello, bien haráimos en recordar estas palabras de F. Pedró: «en un contexto como el actual, donde ya existe un gran consenso acerca de la necesidad de evaluar los aprendizajes de los alumnos, es lógico que se acentúe el papel que la evaluación docente puede tener en la mejora de estos resultados gracias a la provisión de apoyo y recursos a medida de las necesidades detectadas por medio de dicha evaluación. La cuestión es cómo hacerlo de manera consensuada con el colectivo docente, de manera que se ofrezcan los incentivos apropiados, que lleve a una mejora profesional que se traduzca en mejores aprendizajes de los alumnos». Esa fue la idea del estatuto docente, cuya negociación se inició en la primera legislatura de Zapatero y no llegó a cuajar. Ahora estamos donde entonces, pero una década después. Iremos viendo, aunque el tiempo apremia.