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Gerardo Muñoz

Momentos de Alicante

Gerardo Muñoz

1840: un crimen sin resolver y una rebelión progresista

Aquella noche lluviosa de marzo, a hora ya bastante avanzada, el juez de primera instancia José Cecilia Meca regresaba a su casa caminando desde la cercana plaza de Santa Teresa, donde había asistido, en la residencia del conde de Santa Clara, a una reunión en la que habían estado presentes los dirigentes más importantes del moderantismo alicantino.

Aprovechó que había escampado para dirigirse con paso veloz por la calle de Aragón, solitaria e iluminada por el próximo reverbero de la esquina con la calle Ancha y otro que había más adelante, esquina con la del Hospicio. Cubierto con sombrero y bien abrigado con su capa de terciopelo, reflexionó mientras caminaba acerca de la situación política y del desarrollo de la guerra civil. ¿Cuánto tardaría el general Espartero en acabar con la resistencia del cabecilla carlista Ramón Cabrera?, se preguntaba en tanto avanzaba por la calle Aragón, sintiendo cómo reaparecía la llovizna. Y lo más importante: ¿Lograría el gabinete de Pérez de Castro que se aprobase la ley de Ayuntamientos que había presentado en el parlamento el ministro Calderón Collantes el mes anterior?

En estas meditaciones se hallaba el juez cuando le asaltó la muerte. La lluvia arreciaba, debilitando la claridad (ya de por sí bastante escasa) del farol más cercano, cuando cruzó la calle del Hospicio, tan solitaria como la de Aragón. Y estaba unos pasos más adelante junto a la puerta atrancada de la ruinosa iglesia de Nuestra Señora de Gracia, cuando de allí salió de repente una figura tan oscura y ágil como una erinia, que fue a plantarse delante de él, clavándole sin previo aviso un puñal en pleno pecho que le partió el corazón. Tan rápido se verificó todo, que a José Cecilia Meca no le dio tiempo de ver el rostro de su asesino, el cual huyó en seguida calle del Hospicio arriba. En cuanto salió de su pecho la afilada hoja de acero, cayó el juez de rodillas, clavándolas en un charco de oscura agua, con la que se mezcló su sangre tras caer sobre él de bruces.

El asesinato del juez Meca causó una conmoción tan grande en Alicante que, 23 años más tarde, cuando fue publicada la Reseña Histórica de Nicasio C. Jover, este cronista, tan lacónico o mudo en muchos de los grandes hitos históricos de la ciudad, dedicó casi un página entera a comentar este suceso: «(?) la violenta muerte dada en el mes de Marzo al juez de primera instancia D. José Cecilia Meca, por un club tenebroso que á la sazon solía afligir de vez en cuando á los hombres honrados de todos los matices, con sus actos de anárquica violencia. Las pesquisas judiciales no pudieron hallar á los afiliados de aquel club, ni siquiera fue posible descubrir á los ejecutores de sus ocultas determinaciones; y la muerte de tan digno magistrado quedó sin castigo y hasta sin que se pudiera averiguar de una manera positiva la causa de semejante atentado. La población entera se indignó al cundir la nueva de tan horrible asesinato (?)».

Dos clubes secretos había entonces en Alicante: La Cova (La Cueva), una organización progresista a la que pertenecía el entonces alcalde Manuel Carreras Amérigo, y La Barraca, organización republicana a la que se señaló oficiosamente en los mentideros como causante de la muerte del juez Meca.

Pero la mayor preocupación que tenían las autoridades alicantinas en aquellos primeros meses de 1840 era la guerra que se estaba librando contra el ejército del Pretendiente (Carlos María Isidro de Borbón y Borbón, que siete años atrás se había autoproclamado rey de España), así como la posibilidad de que hubiera espías carlistas en la ciudad.

En febrero, por ejemplo, el jefe político de Alicante recibió un oficio reservado del secretario de Estado de la Gobernación, en el que se le pedía que extremase la vigilancia en el puerto porque se tenía noticia de que un barco francés, que había cargado en Liverpool quince cajas y seis cajones que contenían 450 fusiles y 40 barriles de pólvora, podía recalar en algún muelle de la provincia alicantina para entregar este armamento a los carlistas.

Numerosos fueron los oficios que durante aquellos meses recibió el alcalde en el que se le pedían informes sobre determinadas personas que residían en la ciudad o que podrían estar en ella, algunas de las cuales se habían fugado de presidios. El 22 de mayo, el jefe político solicitó datos sobre el cónsul de los Países Bajos en Valencia y Murcia, residente en Alicante, y el alcalde respondió informándole de que «D. Carlos Vander reside en esta Ciudad desde 1814. Dedicado al Comercio por mayor; es nativo dinamarqués, de estado soltero y disfruta de la mejor reputacion por su buena conducta tanto moral como política».

El Gobierno de la reina-regente era consciente, además, del grave y creciente descontento que había entre los liberales progresistas desde hacía muchos meses, razón por la cual ordenó en julio que se elaborase «una relación de individuos que tienen armas».

Tal estado de suspicacia y sospecha por el cada vez mayor descontento político de los progresistas y la posible existencia de espías carlistas provocó no pocos malentendidos y arrestos. Como el que sufrió Francisco Bernal, sastre y sargento segundo de la Milicia Nacional, cuando a las diez de la noche del 10 de abril, yendo de paisano, fue detenido por la ronda de cinco soldados y un cabo que, dirigidos por el celador Francisco Castelar, le encontraron «parado con ademan sospechoso de reconocer la Patrulla», a cuyos miembros provocó e insultó, según el parte firmado por dicho celador.

El fin de la guerra carlista empezó con la toma de Morella en mayo y la huida a Francia de los últimos soldados de Ramón Cabrera en julio, pero el descontento político de los opositores al Gobierno moderado siguió creciendo, aumentando al mismo tiempo las sospechas y el nerviosismo. Así, el 18 de septiembre, los serenos alicantinos (Tomás Pons, Antonio Soria, Pedro Fonseca, Rafael Moreno y Antonio Terol), pidieron autorización para poder usar armas de fuego, ya que se sentían indefensos y en peligro.

Y es que, a partir del 1 de septiembre, estallaron revueltas progresistas en toda España, en protesta por la promulgación de la ley de Ayuntamientos que restringía aún más las libertades democráticas. En Alicante el levantamiento se produjo el día 12, y dos más tarde fue secundado por las cuatro compañías del regimiento de la Princesa que guarnecían la plaza. Se constituyeron juntas de Gobierno en la mayoría de las ciudades españolas. En Madrid, la presidió el alicantino Joaquín María López, concejal y exministro. En Alicante la formaron progresistas como Carreras, Bergez y los hermanos España. El 12 de octubre María Cristina renunció a la regencia, a favor del general Espartero, a quien ya había nombrado presidente del Gobierno, y el 17 embarcó en Valencia rumbo al exilio.

Durante cierto tiempo la tensión y las sospechas siguieron planeando por todas partes. El 25 de octubre se procedió al licenciamiento de la compañía de Seguridad de Alcira, entre cuyos miembros había seis alicantinos; y cuatro días después el alcalde de Alicante recibió un oficio en el que se instaba a vigilar si alguno de ellos regresaba a la ciudad e informase de su comportamiento.

El ambiente se relajó en gran medida tras la celebración de unas nuevas elecciones, en las que Joaquín María López fue elegido alcalde de Madrid y Antonio Campos Doménech (yerno de Carreras) alcalde de Alicante.

Alicante estaba poblada este año por 18.123 habitantes, de los cuales 4.336 gozaban de la condición de vecinos.

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