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Jorge Fauró

La yihad judeo cristiana

Si una mañana de sábado se levantan dispuestos a hablarle al televisor con el disfraz de indignados hagan lo que yo: pónganse a hacer zapping y deténganse en La 2. Párense a pensar en por qué con dinero de todos pagamos un espacio llamado «También entre los pucheros anda el Señor». Lo peor no es el programa, una especie de recetario culinario de la época de Santa Teresa que llega a tener interés histórico si, como yo, se quedan hipnotizados cuando observan a alguien trajinar entre fogones. Lo peligroso está en el título, encabezado por ese adverbio que nos indica que, además de en el cabecero de la cama y sobre la pizarra de muchas escuelas públicas, el Señor puede moverse a sus anchas y vigilarnos entre el compango de una buena fabada. No se me indigne el patio de butacas, pero debería estar de más que en el año en que Marty McFly llegó del pasado continuáramos debatiendo la estricta semántica constitucional del Estado aconfesional y, como dicen los cursis, el crisol de culturas del que se alimenta nuestra sociedad. El adverbio. Ese «también» que da por ciertas aseveraciones imposibles de tomarse en serio. El Señor hasta en la sopa. Esta sibilina manipulación del lenguaje desde órganos de propaganda tan poderosos como la televisión pública representa lo que no acaba de diferenciarnos demasiado de los radicales de Le Bataclan. Sí. En cierto modo, es una forma sutil de propagar la particular yihad judeo cristiana de una buena parte de la sociedad española. Gracias a que hemos evolucionado algo más que esos salvajes, no nos abrimos paso a tiros en una discoteca en el nombre de Dios, pero esa misma evolución es la que salva de la guillotina al obispo de Alcalá de Henares, ese que contribuye con su granito de arena a que sigan matando mujeres en este país. O quizá no hayamos evolucionado tanto si tras las noticias de París nos informan en segundo plano de una matanza en un instituto de Maryland. Pero esa es la gran contradicción de la cultura occidental, esa que nos lleva a quitar de la cabeza de nuestros hijos pequeños que no pueden tener un amigo invisible, esa contradicción que regresa cuando el niño es adulto y vuelve a su vida ese mismo amigo, el hombre del espacio, el Señor que nos vigila incluso desde el interior de un puchero.

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