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Arturo Ruiz

Como la toma de La Bastilla

Días, meses, años de informaciones concebidas sólo a mayor gloria del conseller de turno; de programas bochornosos; de abrir los telediarios con el tiempo porque llovían cuatro gotas mientras en el mundo real las imputaciones a altos cargos se sucedían; de negarle el pan y el agua a la oposición, a las entidades críticas; de ocultar sucesos incómodos, con el ninguneo del accidente del metro de Valencia, muertos encima de la mesa, como símbolo de uno de los mayores crímenes periodísticos de la historia. Así fue Canal 9, RTVV; días, meses y años con un simulacro de televisión y radio que dilapidó millones de dinero público y lastró aún más nuestra autoestima como pueblo; años así hasta que de pronto todo pasó.

Pasó que el Consell de Fabra, embarrancado en un proceso de descomposición absoluta, convirtió a la valenciana en la única televisión pública de toda Europa junto a la griega en echar el cierre. Pasó que se destapó la caja de los truenos. Pasó que los periodistas del ente perdieron el miedo, tomaron la tele como si fuera la Bastilla, se convirtieron por fin en periodistas: uno clamó «y por qué rayos no podemos decir "País Valencià"»; el otro habló de casos de corrupción que no se habían osado pronunciar jamás entre los platós de Burjassot; y el de más allá dejó pasar a hurtadillas, por la puerta de atrás de la emisora, a diputados de PSOE, Compromís y EU que contemplaban las instalaciones como obreros rusos que acaban de asaltar el Palacio de Invierno.

Todo se aceleró vertiginosamente. Pasaron acontecimientos contradictorios, algunos dantescos, otros casi heroicos. Nos preguntamos por qué aquellos mismos periodistas no habían hablado antes, cuando ya había tanto que contar pero ellos tenían el sueldo asegurado; pasó que entonces supimos cuánto nos habían engañado la televisión y la radio que tenían que haber velado por nuestros intereses y nuestra formación cívica; pasó que la misma noche en que Fabra y los suyos decretaron apagar para siempre la pantalla de la tele, el personal se amotinó en su interior reivindicando su derecho a no callarse.

Aquella noche? Aquel episodio que hubiera hecho las delicias de un guión de Berlanga, el del gatero Paco Telefunken, el que tenía que acabar con los plomos de la tele, convencido por los trabajadores de que no cortara, «No talles, Paco», «Pues no talle, que a mi no em paguen per clavar-me en embolics, em torne al meu poble». «Gràcies, Paco».

Y pasó finalmente que tras toda una madrugada de vigilia y tensión, y pese a la generosidad de Paco, la Bastilla y el Palacio de Invierno acabaron reconquistados por los malos y la pantalla, ya casi al mediodía y con horas de retraso, acabó fundida en negro. En el oscuro presente de todo un territorio.

Nunca fue tan golpeada nuestra autoestima como entonces; pero también entonces supimos que aquello era el comienzo de algo nuevo. Que nunca íbamos a estar tan mal como entonces y que a partir de ahí, y como hubiera cantado Serrat, sólo cabía ir mejorando. Aunque fuera hacia un futuro repleto de incógnitas. No nos ha quedado otra.

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