MARSELLESA.- La primera noticia de los atentados de París me alcanzó en un restaurante, en Valencia: una señora, en la mesa de al lado, mirando su móvil, comentó que parecía haber treinta muertos. Al volver a casa pasé largo rato, con la confusión de la impotencia, consultando páginas digitales y buscando datos en las redes: todos eran pésimas. Al día siguiente se nos convocó a una sesión extraordinaria del Consell donde aprobamos sin enmiendas un texto de solidaridad que recordaba que todos éramos, somos, un poco víctimas, porque esta agresión también ataca a los documentos radicales de nuestra mejor civilización. Y es que siempre nos quedará París en asunto de libertades. El Pleno fue breve en su contenido, pero largo en consternación: en las palabras, en los gestos, pesaba la conciencia de que este suceso arrojará una larga sombra en los meses o en los años por venir. (Gobernar no te hace más humano, pero, salvo que seas un salvaje oportunista, te obliga a intentar mirar la realidad con una perspectiva más amplia: ello no te garantiza saber más ni gobernar mejor, pero no ignorarlo te convierte en más pequeño. Así, ahora, porque ante los documentos de la barbarie hay poco poder que valga, poco diálogo que oponer al que concibe el mundo como un terreno para el suicidio colectivo. La toma de conciencia de eso sí es la medida misma de la humanidad concreta de cada gobernante). Luego bajamos al patio gótico del Palau de la Generalitat y solemnemente leímos, unidos todos los partidos, el manifiesto. Después acudimos a la cercana Plaza de la Virgen, repleta de razones emocionadas. Hubo leves discursos en francés, castellano y valenciano. Y una banda, reclutada rápidamente, sin duda, interpretó La Marsellesa, el himno de tantas cosas. No fue una interpretación intrépida. En nada se pareció a la música heroica que, imagino, llevaba a los batallones de ciudadanos a los días de gloria de la Revolución. Ganas daba de ironizar o lamentar la impericia apresurada del grupo. Pero entonces pensé que así sonaría La Marsellesa en muchos pueblos de Francia al caer la noche festiva de un 14 de julio. A esa normalidad republicana es la que reivindicábamos con el desconsuelo de nuestra solidaridad, con los principios tanto como con la rabia, ante la paz vulnerada de un pueblo tan contradictorio -valiente y cobarde- como sabio para gestionar la Historia.

KAKANIA.- Musil, en su fabulosa sátira del Imperio Austrohúngaro, escribió: «Cuántas cosas se podrían decir de este Estado hundido de Kakania (?). Según la Constitución, el Estado era liberal. Pero tenía un gobierno clerical. El gobierno fue clerical, pero el espíritu liberal reinó en el país. Ante la ley, todos los ciudadanos eran iguales, pero no todos eran igualmente ciudadanos». Vengo a recordarlo porque esta pasada semana se han cumplido los primeros seis meses desde el 24 de mayo, festividad de María Auxiliadora, donde un pueblo claro y plural derrotó al PP de Kakania, digo de la CV. Según se mire es poco o es mucho. Cuando hablo con mucha gente me parece mucho: el cambio, con todas sus dificultades, está asimilado y te animan recordando que queda un periodo considerable de legislatura. Cuando estoy en la mesa del Gobierno o en la de mi despacho, me parece que hemos avanzado poco -tanto queda por hacer-. Estamos de sorpresas y misterios -gozosos, dolorosos o los que usted imagine- hasta los cajones. Y el PP oficial sigue rondando su propia sombra por ver si alcanza el rabo de su desventura. Entenderé que haya una fracción del pueblo descontenta: mucha es la esperanza y pocos los medios. Sabemos que se nos acaba el tiempo del retrovisor y, sin embargo, lo pantanoso del terreno nos obliga a una lentitud desquiciante. A usted, quizá, esto le sonará a excusas. Lo son. Nosotros tenemos excusas. Y errores. Hasta el 23 de mayo eran líneas rojas. Y antes ni lo recuerdo. Ya ve: un cóctel complicado el legado de aquella Kakania feliz: no se trata sólo de deudas, corrupción y políticas tediosas, sino de la siembra de desengaño dejada en el alma de la mayoría, una mala enfermedad de difícil tratamiento. Y ahora hay Elecciones. Y Navidades. Nos comemos el turrón: duro y blando.

ALICANTE (PROVINCIA DE).- El día en que se inventó la provincia de Alicante nacieron todas las flores. O, al menos, algunos así lo creen. Aunque muy poblada, es pequeña; no obstante, desde que su alma más pura, la CAM, nos abandonó, se ha ensanchado. Pero pese a su geográfica parvedad hay un montón de comarcas a las que les trae al pairo eso de la identidad provincial: no importa, que siempre habrá sutiles cronistas de la diferencia, dispuestos a agitar la bandera de esta tierra sin bandera y a intentar convertir un acto administrativo en un friso de heroicidades. Siempre existirá quien considere a Valencia la Bastilla. Está bien. ¿En qué otra cosa podríamos entretenernos, al menos entre auge y caída del ladrillo y los sobresaltos estacionales del turismo? Está bien, repito: nada hay más grave que ser tenido por traidor inconfeso y mártir a este nacionalismo que se escampa desde la Plaza de los Luceros hasta la Estación de Madrid -de Madrid, allí donde vive Montoro, al que tanto debemos en la provincia de Alicante, junto a Margallo y otros-. Siempre nos quedará la Diputación, digo. Sobre todo si hay que patrocinar un nuevo invento que alegre los corazones y use de los fondos públicos para fustigar a los adversarios políticos. Un Presidente de Diputación de Alicante, por ejemplo, tiende a ser una versión íbera de Astérix: resistente, aislado, presupuestariamente expansivo y cultor desenfrenado de tiempos que deberían yacer en el olvido -de ahí el innegable éxito del MARQ-. Siempre encontrará un bardo que le cante. Aunque todo Presidente de Diputación de Alicante nace tarde a la política: ¡ah, los felices tiempos del Sureste! En fin, que ya lo dijo Musil: «Sí, a pesar de todo lo que se diga en contra, Kakania era quizá un país de genios, y posiblemente fue esta la causa de su ruina».