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Bartolomé Pérez Gálvez

Empleo por subsidios

Ya son pocas las propuestas políticas que a uno le parecen interesantes. Más allá de los cantos de sirena es difícil encontrar algún proyecto viable y coherente, pero aún existen. Esta semana leía una iniciativa que, quizás por reducirse al ámbito local, no ha cosechado grandes titulares. Y menos mal porque, de haber sido así, la protagonista hubiera recibido alguna que otra colleja por su atrevimiento. Ojo que tampoco ha descubierto nada nuevo, pero siempre es de agradecer cualquier conato de resistencia ante el inmovilismo.

Desde Almoradí llega la idea que, en esencia, viene a reflejar un sentimiento ampliamente extendido en la sociedad pero al que nadie parece ser capaz de dar cumplida respuesta. La propuesta de que las prestaciones sociales de cierta cuantía económica se compensen con un trabajo comunitario -según defiende la portavoz municipal de Ciudadanos-, retoma el debate sobre el acceso al empleo y la idoneidad de los subsidios como medio de compensar la violación de este derecho. Al fin y al cabo, se trata de eso: el incumplimiento de un derecho constitucional que, al mismo tiempo, nuestra Carta Magna consagra también como un deber al que estamos obligados todos los españoles. Así pues, el desempleo no es un simple estatus laboral sino la pérdida de un derecho.

Comento la noticia con quienes andan percibiendo eso que llaman Renta Activa de Inserción (RAI). Para quien lo desconozca, se trata de los míseros 400 euros que pueden percibirse cuando el subsidio de desempleo ha concluido ¿Ayuda económica o trabajar como contraprestación? La respuesta es unánime: estar activo a cambio del dinero que se recibe y en proporcionalidad a éste. Y, por supuesto, compatibilizarlo con eso que tan pomposamente denominan «búsqueda activa de empleo». Nadie sueña con que llamen a su puerta con una oferta laboral. La cuestión es sentirse útil y no caer en el desánimo. Cualquier cosa antes que marchitarse y, menos aún, cuando ya no vas a cumplir los cincuenta.

La política del subsidio no es, en absoluto, la panacea que resuelve el problema. Los últimos datos oficiales apuntan a que 2.102.616 españoles perciben algún tipo de prestación por desempleo, con una media de 1.284 euros por cabeza. En otros términos, solo cobra uno de cada dos parados registrados en las oficinas de los servicios de empleo. La otra mitad se encuentra a dos velas. Cuando todo falla, llegan las rentas mínimas autonómicas que muestran enormes diferencias entre si, llegando a duplicarse cuando se comparan las distintas comunidades. Una evidencia más de que, ni todos somos iguales ante la Ley, ni hay equidad interterritorial. Ayudas que apenas llegan a un tercio de las familias sin ingresos. Y ahí seguimos, priorizando nuestra solidaria pero hipócrita filosofía del auxilio social sobre el cumplimiento de un precepto constitucional tan legítimo como la monarquía, la obligación de pagar impuestos o la unidad de España. Ni más, ni menos.

Cambiar el concepto de subsidio por el de oferta de empleo no es nuevo. Ahí está el antecedente del New Deal, puesto en práctica por Franklin Roosevelt en los años treinta. Podrán criticar que conllevó un importante incremento del gasto público pero, llegadas las vacas flacas, es momento de que un gobierno asuma cierto rol intervencionista. Cuando la iniciativa privada no consigue generar empleo, el Estado debe convertirse en la principal fuerza laboral.

Hay suficientes necesidades y, en consecuencia, servicios que prestar, como para no tener que preocuparse por una hipotética competencia desleal que pudiera afectar a la empresa privada. Complementar los servicios públicos ya existentes o desarrollar aquellos para los que no se dispone de otros medios económicos, son opciones que no afectan gravemente a la libre competencia. Lo realmente estúpido es pagar sin recibir nada a cambio. Como es evidente, cabe exigir una contraprestación laboral adecuadamente ponderada a la cantidad recibida, que no se trata de explotar a nadie a cambio de un sueldo de miseria.

Roosevelt consideró que un subsidio no solucionaba el problema de la Gran Depresión y que lo importante era generar empleo y movilizar el dinero. Si la empresa privada no podía, el Estado debía poner orden incluso en la Meca del capitalismo. Con la creación de la Works Projects Administration consiguió emplear directamente a millones de parados, desarrollando infraestructuras y servicios de los que carecía el país. Un empleo digno acompañado de una formación adecuada al nivel de cada trabajador. Una decisión valiente con la que asumía el esperado enfrentamiento con patronales y sindicatos, grandes perjudicados por este tipo de medidas pero, al mismo tiempo, ineficaces agentes a la hora de aportar soluciones ante el desempleo masivo.

Disponer de una ocupación laboral es mucho más que un instrumento que permite obtener una recompensa económica. Cuando lo reducimos a esto, no debe extrañar que la cultura del subsidio sin contraprestación laboral acabe siendo la tónica habitual. Sin embargo, el simple reparto económico no contenta a quienes lo reciben -quienes desean una ocupación, aunque esta fuera parcial- ni a quienes lo sufragan, que llegan a concebir este modelo como parasitario para la sociedad.

El desempleo conlleva muchos más problemas que los estrictamente económicos. Hace ya más de tres décadas que Marie Jahoda describió el «modelo de deprivación latente». Llamaba la atención respecto a esas otras pérdidas personales que conlleva la carencia de un empleo. Trabajar aporta ingresos, efectivamente, pero también otras funciones que inciden positivamente en el bienestar de la persona. Ningún subsidio puede hacer recobrar la autoestima, facilitar las relaciones sociales, generar ilusión y esperanza en un futuro inmediato, o integrar al individuo como elemento que se percibe útil en una comunidad. Nada de esto será posible sin disfrutar de un rol productivo en la sociedad.

Recobro el concepto de las necesidades humanas como eje de toda política social. Y esas funciones latentes que cubrimos cuando trabajamos, lo son. Estas son las que hay que solventar y, para ello, la política de subsidio sin contraprestación ha demostrado ser ineficaz. Es evidente que las ayudas económicas -más aún cuando son limitadas en cuantía y duración- no solucionan el problema. Quizás, incluso, lo empeoran.

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