¿Alguien ha oído hablar o cree que oirá hablar alguna vez de Ramadán laico o Januká laico? Sin embargo, aquí una y otra vez se habla últimamente de Navidad laica, de bautizos laicos, de primeras comuniones laicas... Quienes incardinados en la cultura cristiana se manifiestan agnósticos o ateos, opciones ambas muy respetables, son tan poco imaginativos que, empero, no saben desprenderse de la nomenclatura de esa cultura que rechazan, cometiendo aberraciones tales como las antes mencionadas en las que se conforman con añadir a los nombres de sacramentos y festividades cristianas el apellido «laico».

Aquellos que ejerciendo su libertad repudian la cultura en la que, seguramente, se educaron, podrían ser más coherentes y, sin prejuicios, deberían no contaminar sus convicciones con un vocabulario heredado de la religión en la que no creen.

La fe, como un don divino, se puede heredar pero no imponer. Ninguna religión respeta más la libertad individual que la nacida de las predicaciones de Jesús de Nazaret, aunque después fue corrompida y desfigurada hasta cometer las mayores aberraciones y crueldades en su nombre, estigmas que para muchos son imposibles de olvidar. Pero es necesario recordar el auténtico mensaje de paz, de amor, de misericordia, de esperanza, de perdón, de sencillez y de alegría que predicó Jesús, cambiando por ello el curso de la Historia, para saber que lo que después se hizo en su nombre es todo lo contrario a la doctrina del Evangelio. En virtud de la libertad que Jesús nos ofrece ahora nadie que lo repudie es decapitado, como aún ocurre en determinados países musulmanes con los que apostatan del Islam, ni torturado o quemado como en épocas pretéritas se hacía en la cristiandad. Esos horrores de católicos, anglicanos, calvinistas y luteranos han quedado escritos para siempre como testimonios de lo que la maldad y la intransigencia humanas son capaces de perpetrar tergiversando la verdad evangélica, que incluso todavía algunos cristianos menosprecian con sus actitudes, motivando ese rechazo que supone abominar de la fe de nuestros mayores o no creer razonablemente en tan sublimes enseñanzas.

No se debería hablar de Navidad laica, porque la única Navidad es la que se instituye el año 354 para celebrar oficialmente el nacimiento de Jesús. Si no se quiere celebrar ese acontecimiento, llámese a las festividades de esta época Fiestas de Invierno, Saturnalia, o cualquier denominación que la inventiva innovadora pueda imaginar. Y en cuanto a llamar «laico» a sacramentos cristianos como el Bautismo y la Comunión es algo incomprensible. Si lo que motiva tales incongruencias son los regalos y convites que van unidos a esas celebraciones, mejor sería denominarlas con nombres no contaminados por las nomenclaturas cristianas. Y ese es un reto que los que quieren borrar todo rastro religioso de nuestra cultura deberían tomarse en serio, pues de lo contrario será difícil que hagan olvidar de la mentalidad popular lo que tan arraigado está en ella. La Iglesia así lo comprendió en sus orígenes y dio nuevas denominaciones y significados a todas las fiestas paganas que, por estar profundamente radicadas en el pueblo, percibió no podía eliminar. Por ejemplo, la propia Navidad, cuyo origen está en la fiesta romana de las saturnales, las fiestas que celebraban al sol invicto, el sol que tras el equinoccio de otoño parece que va muriendo, pues cada vez alumbra menos, pero que a partir del solsticio de invierno vuelve a renacer alargando su periplo luminoso. Como esta fiesta solar tenía un gran predicamento, lo que hizo la Iglesia fue transformarla en la fiesta de la Navidad de Jesús, el nuevo Sol de los cristianos. Así, en los muchos países que celebran la Navidad, tanto del ámbito católico como protestante, la Navidad es la Navidad, sin tener que ponerle el absurdo apelativo de laica, porque aunque el país sea laico, la festividad siempre es y será religiosa, algo que entre nosotros hay quienes intentan que se olvide. Pero mientras ese nombre permanezca, la Navidad perennemente nos recordará el nacimiento de Cristo.

Insisto, apellidar «laico» a lo que es inexorablemente religioso me parece un despropósito, una burla y una falta de imaginación.