Tras las últimas matanzas terroríficas de Francia, de Mali, de Túnez -las hemos visto en directo, televisadas al instante, aunque ha habido muchas más y en muchos más sitios- vemos que el terrorismo o la guerra asimétrica van cumpliendo sobradamente alguno de sus objetivos. He conocido y tratado a varios centenares de terroristas en primera persona, frente a frente, sin cristales blindados ni rejas y ni uno solo ha admitido ser terrorista. Todos sin excepción afirman usar la violencia como respuesta a una violencia anterior que ellos y sus pueblos han sufrido por parte de Estados avasalladores, tiranos y mucho más poderosos.

¿Recuerdan cuando subíamos a los aviones o a los trenes sin necesidad de descalzarnos, sin pasar por cacheos y por arcos detectores de metales? Ahora, es un ejemplo de cómo los terroristas logran sus objetivos, al subir a un avión nos requisan hasta la más pequeña botella de agua, las colonias, el cortaúñas o las tijeritas del bigote. Todo por la seguridad del vuelo aunque ello no impida que estallen en el aire, sobre la península del Sinaí, un avión que iba a San Petersburgo cargado de turistas. Todo el mundo sabe que los turistas son una especie peligrosísima que pone en riesgo las religiones, la islámica en concreto, por su desenfreno en las costumbres y su amor por el refocile contrario a toda espiritualidad. Castigo merecidísimo el infligido a esos turistas por los graves pecados cometidos durante las vacaciones.

Tras estas matanzas y tras las anteriores -también en esto la historia se repite- muchos medios de comunicación han buscado a representantes de comunidades islámicas y todos, sin una sola excepción, han repetido idéntica frase: el Islam no defiende ni comparte la violencia, el Islam es una religión de paz que busca la armonía y la felicidad universal -más o menos, que tampoco me he dedicado a tomar apuntes-.

No dudo de la buena fe de quienes, desde su filantropía casi mística, hacen esas afirmaciones pero me permito discrepar, como he hecho en decenas de artículos en este mismo INFORMACIÓN.

Las tres grandes religiones monoteístas -judíos, cristianos y musulmanes- tienen su texto básico y esencial en unos libros -El Antiguo, el Nuevo Testamento y el Corán- que dicen inspirados por Dios. Esos libros, que contienen el cuerpo doctrinal de las religiones dichas, fueron escritos por hombres pero -he ahí un elemento de fe- dictados por Dios que, a través de ellos, comunica a los hombres su mensaje, sus órdenes, su manera de entender el mundo.

Esos libros «sagrados» expresan la voluntad definitiva de Dios y son intocables. Dios, con ellos, ha dicho todo lo que tiene que decir y la revelación está cerrada.

¿Qué pasa entonces? Leamos cada libro despacito y veremos textos poéticos, textos guerreros, textos amorosos, textos sádicos, textos sexuales y textos del matiz que queramos buscar. La Biblia y el Corán son libros lo suficientemente vagos, difusos e incluso contradictorios, como para que cada uno encuentre en él la justificación precisa para cualquier cosa que quiera. Con base en ellos se pueden defender el Sufismo -que cultiva sabia y pacíficamente el jardín del corazón para que crezcan en él todo tipo de buenos sentimientos y muestra un camino de amor sin límites- y se puede defender la Inquisición. Pueden defenderse las Cruzadas, la Yihad, la quema de herejes y el degollamiento, con video incluido, de rehenes occidentales que están esencialmente podridos, asumido lo pecaminoso de los sistemas de que provienen.

El problema es que los textos que llaman sagrados están ahí intocables y sujetos a la interpretación de los jerifaltes de cada sistema. El jefazo se erige en portavoz autorizado de la divinidad y propaga entre la masa ágrafa, inculta y borreguil, que lo que él dice es la voluntad de Dios sin ningún género de dudas. Su interpretación -veraz e irreversible, camino obligado para los seguidores extasiados- siempre está cargada de subjetividad, de interés político, y de todos los traumas, deseos, frustraciones y manías del intérprete. Este intérprete puede optar por un camino de paz o de guerra, de amor o de violencia, y su éxito dependerá del terreno abonado que encuentren sus soflamas y de lo utilizables que puedan ser sus adeptos para los fines del reyezuelo o líder de turno.

Sin ánimo de meter a los lectores de INFORMACIÓN una paliza histórica sobre el Islam, su nacimiento, evolución, etcétera, es preciso decir que la situación en que nos encontramos viene de muy antiguo.

El imperio otomano fue durante siglos símbolo de poder del Islam y amenaza cierta para occidente. Cuando degeneró paulatina e inexorablemente bajo el control de las potencias europeas, comenzaron las revoluciones integristas religiosas que prolongan su influencia hasta hoy. El wahabismo integrista es el padre cercano de los yihadistas actuales. Ibn Wahab e Ibn Saud y sus seguidores posteriores, como Hassan al Banna, fundador de los hermanos musulmanes a principios del siglo XX, son los padres ideológicos de las corrientes guerreras actuales. Abu Al Alá Al Maududi -en su obra Los principios del Islam-, Sayid Qutb, devoto ferviente del anterior, o el propio Abu Bakr el Bagdadhi -autoproclamado líder y califa de todos los musulmanes- radicalizado en la cárcel iraquí de Camp Bucca, no son sino herederos de aquellos wahabitas primitivos. De aquellos polvos vienen estos lodos. Y tenemos lodos para rato.