Conocí a Iván Reguera hace veinte años. Y desde el primer día me demostró ser alguien con criterio propio, que no se casaba con nadie, y cuyos postulados solían colisionar con las del pensamiento dominante. Hablo de crítica. Hablo de audiovisual, de cine y televisión. Fiel a sus principios, y mira que es difícil mantenerlos en este mundo en donde se logran muchos más beneficios lamiendo que mordiendo, Iván Reguera acaba de publicar la Antiguía del cine, donde desmonta los argumentos de quienes han colocado en los altares ciertas películas intocables. Al menos hasta ahora. Reguera se atreve con los clásicos y los modernos, con los de Estados Unidos pero también con los de casa. Sus alegatos contra ciertas obras de Amenábar o Almodóvar (escritos en forma de ficha, con una claridad meridiana) podrían ser objeto de apasionadas conversaciones durante las próximas reuniones de Navidad.
He seguido a Iván Reguera durante los últimos veinte años a través de publicaciones, y de un tiempo a esta parte en las redes sociales. ¡Las redes sociales! El mejor invento de la contemporaneidad, para él. En sus palabras: el contacto, sin tacto. Curiosear, fisgar, apostillar, estar ahí pero sin necesidad de tener que estar, con todos los inconvenientes que ello conlleva. Su desparpajo no tiene límites. Todo es objeto de su vitriólica mirada. Y nunca deja títere con cabeza. Quien le conozca ahora podrá pensar que se trata de una pose, de una actitud provocadora para tratar de vender. Nada más lejos de la realidad. Iván Reguera siempre fue así. Y en multitud de ocasiones se limita a contar en voz alta lo que otros callan. O callamos.
Iván Reguera se encuentra de eso que llaman gira de promoción. Por lo que es posible escucharlo en cualquiera de los programas de radio y televisión más populares. Su encuentro con Boyero en La Ventana fue delicioso. Siempre pensé que el Reguera comunicador nos iba a dar para mucho. Que su mordacidad debía expandirse más allá del círculo de amigos.
