Es difícil, en los tiempos que corren, leer las noticias y no plantearse los problemas que algunas personas encuentran a la hora de mantener la coherencia. A medida que aumenta la distancia entre nuestras palabras y nuestros actos, crece la dificultad para ser reconocidos y comprendidos por los demás, generamos desconfianza, y acabamos transformándonos en verdaderos desconocidos incluso para nosotros mismos.

Sin embargo, si lo analizamos con detenimiento, en todo ser humano existen dosis mayores o menores de incoherencia. Pensemos en cuántas personas, al llegar la noche, retrasan la hora de acostarse por terminar de leer el libro que les mantiene en suspenso y piensan que es una decisión correcta. Se sienten tan felices en ese instante, que consideran adecuado prolongar unos minutos más la vigilia. Sin embargo, cuando suena el despertador al día siguiente, se arrepienten de aquella decisión pareciéndoles, ahora, del todo inadecuada.

Podemos sentir un profundo amor por alguien y al cabo de unos minutos desear estar lejos de esa persona. Defender una postura ideológica en un escenario, y la opuesta en otro. Imaginemos cuantos impulsos contradictorios tienen lugar en nuestra mente cuando debemos tomar una decisión importante como cambiar de trabajo o comenzar una relación personal. ¿Qué hacemos con esas famosas listas de pros y contras cuando tantos argumentos apoyan ambas posturas? Y la pregunta final: ¿Por qué ocurren tales cosas?

Según los estudios y las teorías psicodinámicas, los seres humanos, en realidad, nos basamos en sentimientos y emociones para tomar una decisión, pese a que luego la racionalicemos de forma lógica e intelectualizada. De hecho, tras la determinación, construimos argumentaciones que la apoyan repetidamente y rechazamos aquellas que sugerían el camino opuesto.

Parece que tenemos que aceptar que somos esencialmente emocionales, que la materia de los sentimientos es voluble y confusa, y que eso nos hace incoherentes. Obviamente, nada justifica las conductas irrespetuosas con los que nos rodean, y evidentemente, también tenemos la capacidad de ser firmes con nuestros principios y nuestros compromisos si nos entrenamos en ello. Pero esto ha de partir siempre de nuestras emociones. Sólo conociendo nuestros sentimientos y permitiéndoles un puesto preferente en la toma de decisiones, nos acercaremos al ser genuino, auténtico. Quizá ni siquiera sea necesario disfrazarnos de seres inquebrantables. Tal vez, cambiar de opinión cuando lo consideremos siga siendo parte de nuestra legítima esencia.