Después de ensayar algunas fórmulas de ocultación, Convergència Democrática de Catalunya (CDC) está a punto de entrar en fase de disolución. La corrosión del pujolismo predador y el soberanismo montuno abocaron a la semiclandestinidad a un partido con más de cuarenta años de recorrido, que en sus mejores momentos llegó a ser hegemónico en su territorio. Aunque en el reverso oscuro de aquellos tiempos de gloria, en los que CDC parecía no tener un rival electoral a su medida, está el germen de ese entramado que tanto beneficio trajo a la primera familia catalana y a la propia organización, bien nutrida por las comisiones. Cada visita de los Pujol al juzgado era un empujón a Artur Mas para escapar por la gatera del independentismo. En la huida, CDC se camufló en Junts pel Sí. El hoy aspirante desesperado a la presidencia de Cataluña iba de tapado la lista con el número cuatro. La apuesta por esa fórmula engañosa resultó fallida: CDC no mejoró sus resultados electorales y los independentistas perdieron el plebiscito. Pero Mas se negó a reconocer un fracaso evidente, como le reprochan ahora cada vez más voces convergentes. En lugar de un paso atrás para recomponerse hubo un salto al vacío con el que un partido centradito de toda la vida como CDC quedó en manos de la izquierda anticapitalista de la CUP. Antes de alcanzar el punto de disolución, CDC ya ensayó otro cambio de marca, Democracia y Libertad (qué original), con el que concurre a las urnas en las general del 20 de diciembre junto con la escisión independentista de Unió, su antiguo socio. Hay un exceso de confianza en el embalaje electoral que desorienta sobre el alcance de la deriva política convergente, imposible saber ahora si es pura mercadotecnia o estamos ante un nuevo tiempo.