Escuché por la radio la reacción de unos escolares españoles frente a ese terrorismo que acaba de golpear el corazón de Europa. «Es lo que ocurre todos los días en Siria o Irak sin que le prestemos atención o nos preocupe demasiado», señalaron algunos. Y una muchacha recordó que quien siembra violencia, recogerá violencia. ¡Qué hueca suena por contraste la belicosa retórica del presidente François Hollande con su declaración de que «Francia está en guerra»!. Palabras que recuerdan las pronunciadas hace ya once años por otro presidente, el estadounidense George W. Bush, bajo el impacto de los atentados del 11S contra su país. Estados Unidos declaró también la guerra al terrorismo, entonces el de Al Qaeda, y ya vemos a dónde nos condujeron sus desastrosas políticas.

Es muy fácil, sobre todo para políticos en tal situación de debilidad interna como el presidente francés, tratar de simular una fortaleza que no tienen para unir tras de sí a sus compatriotas. Es incluso hasta cierto punto comprensible. Estamos en guerra, sí. Pero es una guerra muy distinta de todas las anteriores, una guerra sin ejércitos regulares, sin frentes reconocibles, en la que el enemigo está en medio de nosotros, sin que sepamos quién es y en qué momento puede darnos un zarpazo destinado únicamente a sembrar el terror en torno suyo.

Un enemigo implacable, que no entiende de convenciones de Ginebra ni otros pactos diseñados para humanizar algo siempre tan cruel como la guerra; un enemigo que golpea ciegamente, que jamás discrimina. Un enemigo que odia abiertamente todo eso que llamamos Estado de derecho, cultura, civilización, respeto al diferente, a quien piensa o se comporta de otro modo, a quien adora a otro dios que no sea el suyo, un dios vengativo y cruel como ninguno.

Podremos bombardear una tras otra sus bases, las ciudades donde se ha hecho fuerte, matando de paso a inocentes a quienes con sus falsas promesas y añagazas mantiene secuestrados, pero si no acompañamos esas acciones bélicas de otras medidas, será como pisotear un hormiguero: siempre saldrán de abajo nuevas hormigas. Se impone antes de nada una condena firme, sin fisuras por parte de toda la comunidad islámica, la umma. No valen ya ambigüedades ni medias tintas. No sirve decir que el islam es una religión de paz, limitarse a distanciarse de los terroristas para continuar luego como si nada.

Habrá que averiguar cuáles son las fuentes de financiación de esos salvajes, perseguir de modo implacable a quienes los financian, a quienes les venden las armas con que asesinan o compran el petróleo que se extrae del territorio que controlan. Pero habrá por otro lado que devolverles a los árabes el orgullo perdido por tantos años de humillación colonial, enseñarles que son deben ser ellos „y sólo ellos„ los dueños de su propio destino y renunciar por nuestra parte a imponerles por la fuerza de las armas una democracia que muchas veces no quiere ser otra cosa que economía de mercado.

Mientras tanto, tendremos que apresurarnos a desecar los pantanos donde el Estado Islámico se alimenta diariamente de nuevos reclutas dispuestos a morir matando: esos barrios tristes de tantas ciudades europeas, esos guetos anónimos donde predominan el desempleo, la desesperanza y la droga, todo ello caldo de cultivo para el terrorismo. Y tendrán a su vez los imanes que decir que es falso que les esperen setenta y dos vírgenes a quienes se inmolan matando al infiel o al cruzado. Tendrán que atreverse a confesarles a esos machos sexualmente reprimidos que todo ello es un cuento medieval y que deben tratar de disfrutar de la vida presente, la única segura, ya que la otra es sólo una apuesta.