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José María Asencio

Terrorismo y religión

El terrorismo yihadista, sus relaciones evidentes con una creencia determinada y el anticlericalismo español todavía vigente en ciertos sectores al formar parte del paisaje de lo calificado de progresista, ha llevado a algunos de los que profesan tan anacrónica y rancia fe patria a buscar similitudes, de forma inmediata, entre aquel fenómeno radical y la Iglesia católica. No pierden oportunidad de hacerlo, aunque para ello deban excederse en comentarios e interpretaciones que hacen la delicia de sus seguidores, siempre a la espera de alguna ingeniosa salida de tono que aceptan con alegría si comporta zaherir a una creencia que nadie sabe muy bien por qué les ofende tanto.

Una vez comprobado que el yihadismo tiene fuertes raíces religiosas en tanto que, más allá de intereses económicos siempre presentes, pretende implantar un Estado teocrático, inmediatamente salen a la palestra vinculando otros terrorismos a la Iglesia. Algo innecesario en este debate. Y, como era de prever, han situado a ETA en la órbita del catolicismo, equiparando su actuación a lo que parece ser pretendía la banda que, como todo el mundo sabe, era la independencia de España para integrarse en El Vaticano. Igual, piensan, presumo, del IRA, cuyos cuadros se formaban en los jardines de San Pedro, donde recibían las instrucciones precisas para su oposición al Reino Unido. Otros buscan guerras religiosas en la antigua Yugoslavia, en la perversa Servia y la bondadosa Bosnia; aquélla, cristiana y represora y cuyos fines eran el sometimiento de los musulmanes bosnios al Papa. La explicación a aquella confrontación era solo religiosa y sus precursores, los católicos. Por no hablar de las Cruzadas, cuyas referencias he escuchado tantas veces en estos días, a pesar de que luego vino el Renacimiento y la Ilustración que, bien es sabido, no se ha incorporado nunca a otras creencias.

Todo terrorismo, parecen decir, tiene raíces religiosas, de modo que el remedio frente al mismo es atacar de frente a la religión y aquí, naturalmente, es la católica la que debe ser atada en corto, pues se presume, en un ejercicio de voluntarismo desproporcionado, que constituye una fuente de riesgo inmediato que se traducirá en la formación de peligrosos comandos de seminaristas, miembros de Cáritas, cofrades y belenistas, prestos a pasar a la acción armada. La solución, pues, para enfrentar el presente, el yihadismo, no es otra que imponer el laicismo, entendiendo esta afirmación, más allá de su significado que todos compartimos, como reducción de lo religioso al ámbito exclusivo de lo privado. No un Estado neutral, que es lo que exige el laicismo, sino activamente comprometido en la represión de toda influencia de las creencias religiosas en la vida, olvidando que estas últimas, tanto como las políticas, sociales o de cualquier otro signo, configuran al ser humano en su integridad y dignidad. Pero, eso sí, mientras se veda toda expresión cristiana, se insta al respeto a las otras sensibilidades, cuyo ejercicio se fomenta o reclama como derivación de la alianza entre civilizaciones, aunque no se sepa muy bien qué significa esta pretensión y su alcance.

Una sociedad civilizada (una civilización) es aquella que, respetando y fomentando la diversidad, tiene elementos comunes esenciales, valores que la identifican y que todos comparten en su esencia. Ahí reside la clave de la convivencia en la diferencia. Europa occidental es el fruto de una cultura cuyas raíces se asientan en los del cristianismo humanista, que todos compartimos aunque algunos quieran negarlo sin más criterio que su voluntad. Fe y razón, en una mayor o menor relación según los tiempos y lugares, han conformado una manera de ser que ha permitido Estados aconfesionales en los que sus ciudadanos han profesado una religión determinada o ninguna. Y nadie puede negar que la democracia ha convivido con la fe y que ésta ha sido compatible con la razón.

Lo que se debe plantear ahora, con rigor, es si creencias que no comparten tales valores, aunque no prediquen la violencia, son compatibles con esos principios que identifican nuestra sociedad, esa civilización determinada por sentimientos comunes. Y se debe hacer, por cuanto muchos de quienes se integran en grupos yihadistas son nacidos aquí, pero, parece ser, reacios a nuestra cultura que desean cambiar por otra incompatible. Se debe analizar el motivo por el cual no se asumen nuestros principios básicos en ciertas comunidades cuya integración no parece fácil. Porque, sin esos principios no cabe hablar de una sociedad civilizada en el sentido de mantener unos vínculos comunes, aunque respetuosa con las diferencias.

Hablar de laicismo con tanta simplicidad y equidistancia es erróneo cuando los problemas son más graves, si bien, afrontarlos exige una toma de postura que puede chocar con discursos que, tal vez, haya que moderar a la vista de una realidad no previsible, pues siempre se pensó en una adaptación paulatina que, manteniendo las propias creencias, las asimilaran a nuestros valores esenciales.

Los grandes discursos que preservan una imagen de superioridad ética no afrontan un grave problema que debe ser objeto de atención. Bélgica es un ejemplo a tener en cuenta para este análisis obligado.

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