Los atentados en París han evidenciado que el terror yihadista puede dejar marcas indelebles en los principios convivenciales básicos de nuestras democracias europeas. El vínculo entre islam y terrorismo parece irreversible en los discursos de muchos políticos europeos. Y no necesariamente extremistas, como lo demuestra el caso de Xavier Albiol: el actual líder del PP catalán contribuyó a avivar el odio al inmigrante que profesa el islam al dar pábulo a la especiosa opinión de que es imposible la convivencia pacífica entre personas con diferencias culturales o religiosas. Esta idea que relaciona estrechamente seguridad nacional y homogeneización religiosa no es nueva: entre nosotros data, cuanto menos, de los tiempos de los Reyes Católicos. No en balde la obsesión por la pureza de sangre fue uno de los blancos predilectos de la literatura más crítica del Siglo de Oro. Y si no ha regresado antes es porque hasta el siglo XXI España no ha disfrutado de las condiciones económicas que le permitieran convertirse en país receptor de inmigración.

Es cierto, eso sí, que el modelo de integración multicultural ha fracasado, como decía también Albiol. Pero eso ya lo manifestaron hace cinco años el Consejo de Europa y hasta la propia Angela Merkel, canciller de una Alemania donde vuelven a emerger formaciones políticas y grupos neonazis que utilizan ahora a los inmigrantes como chivo expiatorio. Aunque Francia implementó una fórmula asimilacionista de integración y no multicultural, sólo consiguió bunkerizar social y geográficamente (en las banlieues) a aquellos colectivos étnica o religiosamente diferentes. Y las consecuencias de dicho fracaso afectan especialmente a las segundas y terceras generaciones, esos hijos y nietos de los primeros migrantes que ya no se sienten ciudadanos de primera, es decir con los mismos derechos que otros nacionales, aunque hayan nacido en suelo europeo. El alto índice de paro, la discriminación social o la estigmatización política son algunas posibles causas de su frustración.

Instrumentalizando esa frustración es como el Estado Islámico consigue la radicalización exprés de gran parte de esa masa joven y descontenta que, gracias a internet, se autoadoctrina desde su portátil o en cualquier cibercafé. Es el caso de Hasna Aitboulahcen, que sobrevivía trapicheando en el entorno parisino más lumpen sin haber manifestado hasta fechas recientes ningún entusiasmo religioso. Parece claro que éste, como tantos otros casos de transformación precipitada de jóvenes que emprenden este nuevo camino a Damasco, se explica antes por desórdenes sociológicos y generacionales que por ningún tipo de conversión paulina.

Pero el argumento de Albiol omite cualquier sutileza analítica de este tipo y se adhiere a ese etnonacionalismo que está convirtiéndose en piedra discursiva angular de la extrema derecha europea. Y no sólo de ella: en Francia se celebrarán elecciones el próximo mes y Marine le Pen y Nicolas Sarkozy compiten para ver quién se muestra más restrictivo en materia de inmigración y exhibe mayor fervor nacionalista. Y es que el miedo también es materia prima electoral. No tiene buena prensa, es cierto, pero sirve para fraguar nuevas mayorías políticas.