Se quiere decir que España, pero no solo España, sino probablemente otros muchos países con democracias consolidadas, se sitúan en la línea de salida para ajustar sus constituciones a los cambios que se están produciendo a gran velocidad.

España, mediante el pacto de la Transición, articuló su Constitución sobre la base de un Estado social y democrático de Derecho, homologable al de las democracias europeas del momento. Una Transición sin duda exitosa que ha permitido sentar las bases de la convivencia. La Constitución del 78 respondió a la necesidad de confrontar la dictadura contraponiéndola a la democracia, saliendo airosa del reto. Al mismo tiempo trató de resolver, con éxito en algunos casos, pero no definitivamente en otros, conflictos domésticos que se venían arrastrando históricamente.

Lo que tenemos por delante, sin embargo, es una segunda transición. No se trata de la transición que proponía Aznar, o la que proponen ahora Albert Rivera o Pablo Iglesias, sino un reto mucho mayor y determinante: la transición vinculada a la globalización, que a estos efectos, quiere decir que España se enfrenta a retos que no están bajo su control, tales como la extensión del sistema de explotación a nivel mundial, de la mano del capitalismo financiero, que alimenta la espiral de la desigualdad y la destrucción de derechos sociales; la fuga de las competencias soberanas antes gestionadas internamente; los riesgos globales procedentes del terrorismo indiscriminado y bárbaro; la imposición de pautas culturales que en realidad van en la línea de construir un sujeto consumidor y competidor en todas las esferas de la vida; la aparición de conflictos y guerras locales con repercusiones internacionales, y un largo etcétera.

Entramos por tanto en una fase, probablemente dilatada, en que lo relevante va a ser la inestabilidad y la transitoriedad. En el plano constitucional, la globalización, que no es mera especulación, sino algo concreto, trae consigo la desarticulación del contenido material de las constituciones y, por tanto, un alejamiento entre lo que las constituciones proclaman formalmente y lo que sucede en la realidad; dicho técnicamente: la globalización afecta a la normatividad de la Constitución y por tanto a una de sus principales funciones: la solución pacífica de los conflictos sociales y la ordenación de la convivencia.

Los tiempos de transición son inseguros y pueden dar lugar a horizontes muy distintos. No hay una ruta clara ni mucho menos un consenso, como prueba la situación española, políticamente fragmentada. Lo más que se puede decir es que estamos abocados a optar entre una de estas dos rutas: la primera consiste en plegarnos a los dictados de la globalización, asumir la gobernanza global y europea, marcada hoy por los intereses del capitalismo financiero y, responder, desde el miedo, a las amenazas, lo que llevará a sacrificar los derechos y los valores democráticos que hasta ahora nos han guiado. La segunda consiste en aceptar el reto de la globalización reafirmándonos en los valores de la democracia, del derecho, de la igualdad y de la integración social.

Por lo que se refiere a España, y aprovechando la situación de incertidumbre, existe la tentación por parte de algunos de hacer tabla rasa de todo lo conseguido hasta ahora en términos de democracia y de libertades, por mucho que éstas se hayan devaluado en estos tiempos de crisis. Una perspectiva más amplia evidencia sin embargo que el cambio constitucional que aguarda a España no consiste en vaciar el agua de la bañera con el bebé dentro, sino en fortalecer los principios y valores que nos son comunes, reforzar democráticamente las instituciones, avanzar en el pacto constitucional por la igualdad y los derechos sociales, replantear el modelo territorial y prepararnos, en definitiva, para enfrentar el enjambre de retos que nos aguardan.