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Crónicas precarias

Lo contrario al terror

El capítulo 7 de Rayuela. Las croquetas. Mi vecino Totoro. Estrenar un jersey gustoso. Nadar en pelotas. Wes Anderson. Decir libélula, candil, escollo y lapislázuli. Los maratones de Orgullo y Prejuicio. Que mi padre pregunte por enésima vez: «¿Eso de Facebook qué es, como un blog?». Los perros salchicha.

Los amigos emigrados que vuelven a casa y exigen una ración de bravas con la ilusión de un turista bávaro cualquiera. La ronda de chupitos de tequila que alguien pide en plena euforia nocturna. Que suene Raffaella Carrà en una fiesta (y saberte la letra). Hacer playback en el coche. Continuar llamando a mi hermano «Pechugo de carne» aunque ya sea un señor de 22 años. Echarle canela al café, en plan lujoso, en plan ruta de las especias. Ver los campeonatos de salto de trampolín como si fuera una atleta de primer nivel y no una petarda sin psicomotricidad.

Que la gente a la que quiero se llene de canas, arrugas y celulitis, porque ése es el precio de seguir sanos y vivos. Quedarme con los libros que mis progenitores se regalaron de jovenzuelos (Los mares del Sur, 1979, 200 pesetas. «Este libro pertenece a Leopoldo Márquez» escrito a lápiz en la primera página). Los bebés rechonchos y abrigados. Ganar al parchís y que se me acuse de ser «una come fichas con suerte». Conseguir terminar el crucigrama porque alguien me explicó un día que la capital de Mongolia es Ulán Bator.

El tipo del autobús que es mi novio pero él aún no lo sabe. Robarle patatas fritas a mi compañero de mesa. Tarantino. Comprar el vino más barato de la tienda y decir que tiene aromas afrutados en boca y ecos tostados en el paladar. Que nadie me contara el final de Breaking Bad para poder terminar la serie tranquilamente meses después. El curry.

Planear un viaje en el Transiberiano, de Moscú a Pekín. Y otro de Canadá a Tierra de Fuego. Las ardillas. Los calcetines calentitos. Van Morrison cantando Brown Eyed Girl. Cada capítulo de Parks and Recreation (no sé qué hacéis con vuestras patéticas existencias si no la veis, es muy buena). Los huevos revueltos. Que me conozcan en la tienda donde compro el té. Encontrar gente tan tarada como yo que quiera seguir la noche electoral con un buen cargamento de pizzas y cerveza.

Dejarme la mitad del sueldo en velas y tazas (con la firme creencia de que casi todos los problemas se pueden solucionar con una taza o una vela). Empezar En el camino. Terminar Los Detectives Salvajes. Y acosar a mis conocidos hasta que accedan a leérselos para que me calle y les deje seguir con sus asuntos. Tener una casa en un árbol. Los zombis como antagonistas definitivos. La calabaza asada. Macetas en el balcón. Desayunar en un bar los domingos leyendo el periódico.

El terror es un bloque de granito. Arbitrario, brutal, despiadado. El terror no hace distinciones, no entiende de matices. Destroza vidas por igual en una calle de Beirut, en un teatro de París o en un mercado de Abuya. En cambio la felicidad, ¡ay la estúpida felicidad! Contradictoria, volátil y fragmentada. Llena de aristas y claroscuros. Tan íntima y tan frágil. Un refugio al que intentar regresar siempre, aunque nos hayan robado los zapatos y estemos atrapados en la nieve.

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