Antes de la masacre parisina y mucho más después de ella, hemos visto decenas de videos en los que muchachos jóvenes representan una auténtica liturgia del terrorismo yihadista. Chicos casi en la adolescencia con armas de guerra, con uniformidad militar y vestimenta islámica entre anarquista y zarrapastrosa, y con discursos fanáticos calcados de los predicadores integristas, que huelen más a Edad Media que a la era cibernética y atómica en que nos hallamos. Hemos visto a chicas, también casi adolescentes, detenidas, con indumentaria de monja del medievo, pretendiendo viajar a Siria para ejercer de «reposo del guerrero» y de engendradoras de nuevos muyahidines para no sabemos qué nuevo imperio.

Nos creíamos cuando surgieron las primaveras árabes -permítanme recordar mi aviso en un artículo en INFORMACIÓN en el año 2011- que desde el Magreb hasta las montañas afganas y hasta Indonesia, todo el mundo musulmán iba a entrar en la modernidad instalado en democracias calcadas de las occidentales. Craso error. Salieron de Guatemala -Libia, Egipto, Irak, Siria- para entrar en Guatepeor, como vulgarmente se dice. Las dictaduras sangrientas han devenido en anarquías armadas plagadas de grupúsculos que imponen su ley, o sea ninguna ley racional, sino solo la del que tiene más armas y más facilidad para usarlas.

He oído a la propia Hillary Clinton -posible próxima presidenta americana- reconocerlo: «La gente a la que combatimos la financiamos nosotros hace 20 años. Tengamos cuidado con lo que sembramos porque eso recogeremos». Los talibanes entrenados y armados para luchar contra los rusos en la guerra de Afganistán, devinieron en Al Qaeda y de ahí han mudado al Daesh o Estado Islámico, que todo no es sino la dialéctica evolucionada de uno a otro según las circunstancias y los acontecimientos van obligando al cambio.

¿Cómo jóvenes, aparentemente instalados con normalidad en la sociedad europea se transforman en islamistas radicales dispuestos a suicidarse matando? Nos encontramos con el misterio de la oscuridad esencial de la mente humana. El hombre es capaz de hacer lo que no es capaz ni de imaginar puesto en una situación límite. La radicalización islamista repite el mismo mecanismo que el que hace que un joven sea captado por una secta.

Hace falta, para empezar, una personalidad inestable y débil, con rasgos paranoides y psicopáticos, y susceptible de fanatización. Lo que llaman los criminólogos -los que saben algo que no son muchos- «perfil de personalidad presectaria». Son más fácilmente captables los jóvenes que los adultos maduros, los procedentes de entornos familiares problemáticos, los inadaptados, las personas con problemas derivados de una búsqueda personal de tipo místico o mesiánico y los que se sienten minusvalorados o despreciados por el sistema y marginados o maltratados por él.

Cuando nos encontramos con una persona así dibujada tenemos -como decía el clásico Lacassagne- el caldo de cultivo, el terreno abonado para que arraigue la llamada sectaria, la invitación a encuadrarse en un ente conflictivo que te promete la gloria, el éxito, la realización personal y, en definitiva, un sentido a la vida anodina y gris que llevas, aunque ese sentido pase por la inmolación para asesinar a quienes cenan tranquilamente en un restaurante una noche de fin de semana.

En este sentido último, la peregrina idea de la vida eterna, de la resurrección y del paraíso, es una idea absolutamente tóxica.

Al joven «desnortado» -en el pleno y literal sentido de la palabra- se le contacta de un modo adecuado y casi idílico. Se le presenta el mundo como esquizofrénico, partido radicalmente entre el bien y el mal. Se le ofrece una vida cargada de sentido, con poderosas razones para vivir y morir luchando contra ese mal y contribuyendo al triunfo del bien que ellos representan. Esa «comida de coco» -permítaseme la expresión- va adobada con la satanización de todo lo que no sea la entrega a la causa, la magnificación del enemigo y el hacer creer al militante que es un arma imprescindible en las manos de Dios, un instrumento del mismo para hacer triunfar su voluntad en un mundo radicalmente podrido y malvado. Los centros de perversión de que hablaban los terroristas de París.

El mundo -ahí entra elemento religioso que algunos niegan- es naturalmente islámico. Lean a uno de los creadores de la doctrina integrista -Abu Al'Ala al Maududi-. Todo hombre nace naturalmente musulmán. El Kufr, el que niega a Dios es el peor tirano porque lucha para apartar su naturaleza de Dios. Matar a uno de esos herejes -recuerden las justificaciones de los que atentaron en el Bataclan- es una bendición y no un acto execrable. Lo mismo que Al Maududi, Sayib Al Qutb, otro doctrinario de terroristas, pretendía que los musulmanes se rebelaran contra la sociedad laica y amoral que no es sino un infierno horrible -esas eran las acusaciones contra discotecas y restaurantes parisinos-.

Esos ideales paranoicos son los que venden al muyahidín que se enrola buscando una vida plena en la que él es un héroe. Unir a todo el mundo, purificándolo bajo el Islam y creando una única nación que se rija por la sharia, es una tarea por la que vale la pena morir? matando. Tras una vida plena, muriendo por una causa que merece la pena viene la gloria para el mártir con las setenta vírgenes a disposición permanente, las verdes praderas y los arroyos que manan leche y miel. Lo dicho un delirio muy difícil de contener.