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Joaquín Rábago

¿Somos también todos sirios, iraquíes, palestinos...?

Todos fuimos neoyorquinos, londinenses, madrileños. Todos fuimos también un día, tal vez durante una semana, Charlie-Hebdo. Como somos ahora también todos parisinos o franceses. Pero ¿podemos decir hoy o mañana con la mano en el corazón: «Todos somos sirios, iraquíes, libios, palestinos?.»? Hay demasiadas frases hueras, demasiada retórica, demasiada inconsciencia, cuando no pura hipocresía, en nuestra actitud frente al terrorismo.

Esos zarpazos que de pronto interrumpen la tranquilidad de nuestras ciudades es lo que, multiplicado hasta límites para nuestras mentes inimaginables, los ciudadanos de otros países sufren todos los días, todas las noches del año. De ese terror, que allí es persistente, cotidiano, tratan de escapar como pueden cientos de miles de seres humanos, que tienen nariz y ojos y sufren y sangran exactamente como nosotros. De él huyen diariamente quienes pueden hacerlo porque tienen el arrojo y los medios para emprender lo que es las más de las veces una travesía hacia lo desconocido, gentes que se agolpan a las puertas de Europa y en las que vemos nosotros ahora sólo un fastidio, una molestia.

Como en su día Estados Unidos, Francia ha prometido ser implacable y aplastar a los responsables de las masacres parisinas. Y, sin embargo, cabe preguntarse si ese tipo de respuesta, la simple declaración de guerra al Estado islámico, no es lo que esperan precisamente esos fanáticos, si no alimentará como un bumerán su propaganda y no convertirá a esos asesinos para muchos en nuevos mártires.

Porque es un tipo de guerra „si es que de guerra puede hablarse„ que no se podrá nunca ganar exclusivamente con medios militares. Hay muchos factores que contribuyen al odio de muchos jóvenes musulmanes que viven ya entre nosotros a nuestro estilo de vida o que les impiden llegar a integrarse. Y uno de ellos es lo que perciben como nuestra indiferencia hacia el sufrimiento diario de sus pueblos. O el apoyo que han prestado nuestros gobiernos a regímenes despóticos que, mientras compraban nuestras armas o nos prestaban su suelo para bases militares, financiaban, como viene haciendo Arabia Saudí, a los predicadores del islam más intolerante.

No se trata de exonerar de responsabilidad a los propios árabes y musulmanes en general, involucrados en luchas fratricidas entre las distintas ramas de un islam anclado en muchos aspectos aún en la Edad Media y necesitado, como el cristianismo en su día, de una revolución humanista. Pero no deberíamos olvidar que a lo largo de la guerra fría, Occidente apoyó muchas veces a los movimientos más fanáticos frente a regímenes laicos de tipo nacionalista porque veía en éstos un peligro para sus intereses económicos o su estrategia frente a la URSS.

Y de aquellos polvos vienen estos lodos. Armados por unos y por otros, muchos de esos fanáticos se vuelven ahora contra quienes los alimentaron. Mientras tanto, en ese convulso Oriente, Irán y Arabia Saudí luchan por la hegemonía, apoyando a chiíes y suníes respectivamente, mientras Turquía practica un juego ambiguo al combatir a sus propios kurdos, que luchan a su vez contra el dictador sirio, a quien apoya Rusia frente a grupos armados por Occidente. Confusión total en la que ha puesto arteramente sus nidos el Estado Islámico.

Pero ¿qué nos importaba todo eso hasta que vimos a tantos cientos de miles de sirios, iraquíes y otros desesperados llamar insistentemente a nuestras puertas o hasta que el terror yihadista golpeó una vez más el corazón de Europa?

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