Fui en contra de mis principios. Pero hete aquí que por imposición propia y rompiendo todas las reglas y justificaciones que rodeaba la afirmación de no acudir jamás a un partido de fútbol, me vi en el dilema de acompañar a mi nieto Santiago, de cuatro años y socio del Hércules desde que nació, así como a su hermana de uno, a asistir al encuentro España-Inglaterra. Pasada la romería no me arrepiento porque fue un espectáculo. Miles de personas acudían jubilosas al estadio del Rico Pérez.

En la espera, bien acompañada por una guardia pretoriana futbolera-herculana que no se pierde una, vi un cuchillo muy afilado que alguien debió tirar. Lo dije y lo retiraron a patadas por aquello de no dejar huellas. Por si acaso. Poco después, conforme nos acercábamos a la puerta, la gente colaba sin miramiento. Controles. Si veían bolsas las miraban. Nada anómalo. Me advirtieron no llevar botellas, aguiluchos (¿?) ni nada sospechoso (¡!). Al pasar tomé en brazos al chaval porque lo estaban estrujando. Y cuál no sería mi sorpresa que una guardia de seguridad me registró el bolso hasta la extenuación. Sacó un bocadillo de tortilla a la francesa, aún caliente y oloroso y un botellín pequeñito de agua para la cena del chaval. Se lo dije. Lo palpó. Sacó el botellín. Me quitó el tapón -son normas- y me cacheó mientras mi guardia pretoriana, entre ellos algún armario de esos que has de mirar hacia arriba para hablar, se tronchaba de risa viendo mi cara. Al principio me indigné porque jamás me habían cacheado, ni siquiera en los aeropuertos. Pero después de ver lo que ha pasado en París, reconozco que esas medidas de seguridad son buenas por la integridad de los jugadores y de uno mismo.

Sonaron los himnos y la gente se puso en pie escuchando el de Inglaterra. También el español coreado con un «lo-lo-lo-lo». Salieron los jugadores y sólo identifiqué a Iniesta con el 6. Finalizado el primer tiempo dejé en la fila a los verdaderos aficionados, algo cortados, para que disfrutaran soltando barbaridades. Me fui a casa. Feliz. ¡Él que sabe de tiempos! Eran las 21.40 horas. Mientras caminábamos hacia la sede de INFORMACIÓN, vimos coches de policía, ambulancias, bomberos? unas medidas de seguridad increíbles. Llegamos a casa con la satisfacción del trabajo bien hecho. Ser hacedores de la realización de un sueño infantil. Enseguida vino lo peor. Desconcierto en las noticias por el atentado en París. Una sensación parecida a la del 11-S, salvo que ningún hijo estaba allí. También las bombas del tren de Madrid. Por la cabeza se me pasó qué hubiera pasado si algún descerebrado hubiera hecho explosionar su cinturón. Han suspendido el partido Bélgica-España. Ahora lo entiendo.

Asombro total ante una situación inexplicable. Francia entera está herida. La nación francesa, no el país, que esto lo estudiamos en un mapa en geografía, está convulsionada. No es para menos. Han disparado al corazón mismo de la democracia de una nación ejemplo de unidad y libertad. Aquí las cosas son diferentes. Este «país» no responde ante la adversidad, ni de dentro ni de fuera, con la misma respuesta enérgica que lo hacen otros países. La ambigüedad y las protestas emergen por todas partes. Será porque nuestra bandera todavía está mal vista. Será porque nuestro himno no tiene letra. Será porque nuestra nación se ha convertido en un país dibujado en un trozo de papel que hasta un niño puede romper. Será porque los únicos capaces de sacar a la gente a la calle es la izquierda. En eso, son únicos.