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24 días en una ciudad sitiada

Tenía un pisito alquilado al sur, a 200 metros del cementerio de Montparnasse, en una tranquila y apacible calle. Llegué en autobús desde Orly a la plaza Denfert-Rochereau, a cuya puerta aguardé 20 minutos hasta que llegó mi casero con la llave. Caía la tarde del 1 de agosto. Mientras contemplaba la plaza, a espaldas de las catacumbas, pasó una formación militar: tres soldados con fusil ametrallador y mirada seria; pensé que el Plan Vigipirate seguía a todo trapo, lo que es verdad, pero al día siguiente, leyendo Le Parisien, constaté que acababa de tener mi primer contacto con la Opération Sentinelle (centinela), instaurada tras Charly Hebdo. En este periódico -más ameno que Le Monde- había un reportaje con la 3è RPIMa, esto es, los paracaidistas de Marina con sede en Carcassone, desplazados a París en misión de vigilancia antiterrorista.

A esta unidad se le encomendó el control del aeropuerto Charles de Gaulle y el capitán entrevistado con nombre ficticio no se andaba con chiquitas: «Patrullar es un acto de combate, sea en Centroáfrica o aquí». No le faltaba razón al militar porque, cuatro meses después, su país está en guerra total, como ha dicho su presidente. Por cierto, 300 militares de esta unidad viajaron a toda prisa a la capital en la madrugada del sábado.

Veinticuatro horas después del primer contacto, llegó el segundo. Agosto, domingo por la tarde, 30 y muchos grados, un millón de personas en la parte de Notre Dame y el Sena, pero el metro no llegaba. La megafonía fue más o menos clara: la línea estaba cerrada porque había un «colis suspect», un paquete sospechoso. Una vendedora jubilada de las galerías Lafayette (no pude dejar de acordarme de «Ninette y un señor de Murcia») con la que corroboré que había entendido bien, me dijo cortésmente que había que tener paciencia; que las autoridades francesas trabajaban por la seguridad de los parisinos y «nuestros visitantes». Efectivamente, la paciencia era necesaria: cinco veces en 24 días fue necesario salir del vagón y esperar otro tren o abandonar la estación y buscar una alternativa de ruta.

París era una fiesta. Seguí un curso muy largo, de muchas horas, pero luego paseamos y paseamos por la mayor parte de sitios turísticos, en general entre una multitud y con un ambiente extraordinario. Una miríada de terrazas siempre abarrotadas por donde fueras; no ya en los sitios más turísticos sino en distritos más periféricos, como el XIV que recorrimos diariamente. Han ametrallado en el X y en el XI, pero podía haber sido en la esquina Daguerre-Leclerc, por la que pasaba cuatro veces al día y las mesas estaban casi siempre a rebosar.

Entre el ambiente, las anécdotas (te registran la mochila o el bolso a la salida de las catacumbas, porque hay desaprensivos que se llevan «recuerdos»), las visitas a museos que hicimos, siempre, en los puntos destacados de la capital, aparecía la formación en triángulo con la punta delante, como explicaba el militar, y la vista a un lado y otro.

Es, en efecto, la ciudad de las mil caras, pero también la ciudad sitiada, en la que la presencia policial y militar era ya abrumadora y ahora, con el Estado de Urgencia, se habrá convertido en permanente y absoluta. La noche fue terrible, pero una profesora de La Sorbonne me ha escrito contando que los suyos van bien, pero que el ambiente en la ciudad es triste y que «aún no hemos digerido la amplitud de estos dramáticos acontecimientos». Ni en París ni creo que en ninguna parte de Europa.

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