En primer lugar considerar al IS-Daesh como un grupo terrorista es el gran error. Aún sin un origen claro, el Daesh, a día de hoy, ocupa más de la mitad del territorio de la actual Siria y prácticamente todo el noroeste de Irak. Esto viene a ser un tamaño superior al de Portugal y casi un tercio de España, con un gobierno y leyes propias, impuestas con sangre, y en constante expansión. El gobierno del Daesh afirma perseguir la creación de un califato mundial, pero soy de los que opinan firmemente que la creación de ese califato es una excusa que sirve para simplificar el verdadero objetivo y que ayuda, y mucho, al lavado de cerebros de verdaderos fanáticos que no solo no temen inmolarse, sino que están encantados de poder hacerlo. El Daesh, como Estado radical en constante expansión, persigue el clásico y mundano objetivo económico y territorial que se centra en adquirir los recursos necesarios para el mantenimiento de sus estructuras y que se cobra a diario víctimas turcas, kurdas, iraquíes, rusas y sirias. No hay nada nuevo bajo el sol. El poder por el poder a través de la violencia pero envuelto en un «aura romántica» de lucha contra el malvado opresor occidental.

La única diferencia respecto a cualquier otro Estado es que no está reconocido por las Naciones Unidas. Por lo demás, el Daesh, por tamaño y organización, funciona igual que cualquier gobierno con estructuras de poder muy claras, cobro de impuestos en sus territorios, unidades de propaganda, divisiones económicas y organización de un ejército propio que si no atacan con misiles de largo alcance es porque de momento no disponen de ellos. Igualmente se centra, de manera muy inteligente, en fomentar una poderosa maquinaria de captación y propaganda que nada tiene que envidiar a la vieja propaganda nazi que ensalzaba la guerra contra el resto de Europa. Una maquinaria que emplea las pasiones de los verdaderos «creyentes», manipulando el dolor causado por guerras e injusticias en Oriente Medio para canalizarlo a través de carne de cañón convertida en auténticos psicópatas.

Por eso soy de los que defienden las tesis de que los ataques del Daesh no deben considerarse atentados terroristas por parte de ninguna banda organizada, sino verdaderos ataques de un Estado contra otro Estado soberano.

De hecho soy también los que lamentan que Occidente mantenga el subterfugio léxico para evitar llamar a las cosas por su nombre y que implica que podamos tomarnos la «libertad» de seguir viviendo «tranquilamente» una vez que se nos olvide la terrible masacre de París, sin prestar atención a los ataques similares, casi a diario, que se producen en Siria e Irak, con cientos de asesinados.

Con mi opinión no pretendo ni alarmar ni llamar a las armas, como muchos demagogos empiezan a acusarnos a quienes podemos hablar claro por no estar sujetos a presiones de ningún tipo.

Los ataques del Daesh en Occidente tienen un mensaje claro: «Dejadnos seguir expandiéndonos por Oriente Medio», una invasión territorial camuflada en una lucha de ideales que resulta mucho más fácil de vender y mucho más sencilla de digerir por un Occidente que sigue pensando que «todo nos queda lejos». Tan «lejos», fíjense, como las 20 horas en coche que nos separan de París.