Otra carnicería humana más en el centro de la vieja Europa. París ardiendo por sus cuatro costados. Arde París, arde Europa, quieren quemar, destruir nuestra forma de vida, nuestra civilización, nuestra cultura. Tiros, bombas, ráfagas, explosivos. La guerra se extiende a las calles de la gran ciudad. Una guerra cruel, sin uniformes, sin avanzadillas, sin ejército visible, sin soldados al uso. Una guerra no convencional, pero que igualmente mata. Sangre, miembros destrozados, gritos, lloros, sollozos, las calles de París inundadas de horror. Hombres y mujeres retorciéndose de dolor, pánico en los ojos de los viandantes, fin de semana trágico, mortal para más de un centenar de personas que salieron de sus casas para ir a un concierto, para cenar, para estar con los amigos, con las personas queridas. La guerra invisible les cogió por sorpresa. Un zarpazo de muerte y desolación pobló la ciudad de la luz. El Sena bajaba con lágrimas de impotencia, la torre Eiffel, atalaya de la capital francesa, cegada por miles de luces que brillan en la noche parisina, sin poder distinguir a los asesinos que deambulaban por su ciudad en busca de víctimas con las que saciar su sed de venganza, sus propósitos demenciales, sus paranoias de crédulos inmolados por causas delirantes.

Desde el viernes la marsellesa es nuestro himno, un himno patriótico, un himno que se hace internacional, pleno de registros que abarca a toda la humanidad, que ampara a quienes son atacados, a quienes son agredidos, a quienes son masacrados. Un himno que nos llama a la defensa de nuestros valores, que nos convoca a protegernos del enemigo común. Himno de victoria, himno de justicia, himno de igualdad, himno vehemente, apasionado, que provoca el ímpetu necesario para afrontar la provocación del terror. Himno común que nos agrupa frente al terrorismo que exporta fanáticos islamistas en avanzadillas suicidas que golpean una y otra vez en el corazón de nuestras ciudades. Madrid, Nueva York, Londres, París, la pesadilla de una nueva guerra, se abate contra nosotros. «Marchemos, hijos de la patria, que ha llegado el día de la gloria, el sangriento estandarte de la tiranía está ya levantado contra nosotros. ¿No oís bramar por las campiñas a esos feroces terroristas? Pues vienen a degollar a nuestros hijos y a nuestras esposas».

No hay otra manera de entender esta barbarie más que como una guerra declarada contra los valores occidentales, valores de los países democráticos, y contra todo aquél que no siga las directrices de unos fanáticos tiranos que también asesinan a los de su propia cultura y religión. No todo musulmán es yihadista, pero todo yihadista es musulmán. Se esté o no de acuerdo con la desaparecida periodista y escritora Oriana Fallaci, hay que reconocer que en sus últimos libros venía advirtiendo de lo que era una nueva manera de llevar a cabo una guerra, que nada tiene que ver con lo que hasta ahora conocíamos. La guerra del terror contra los civiles, intentando amedrentar a gobiernos y ciudadanos con masacres al albur, chantajear, para conseguir sus perversos fines, con ejecuciones grabadas y mostradas al mundo entero. La palabra guerra, ya está en boca de todos los mandatarios europeos, comenzando por el presidente de Francia, François Hollande, que ha calificado a los sangrientos sucesos del pasado viernes en París, como un acto de guerra cometido por un ejército terrorista.

Los soldados del ejército francés se han desplegado por la capital parisina con el beneplácito y reconocimiento de los ciudadanos que ven en ellos seguridad y protección, donde algunos buenistas de un pacifismo «chamberlainista», únicamente ven violencia y desmesura. No hay más trágala para este baño sangriento que a menudo nos asola. Como bien dice el Papa Francisco, estos ataques de París forman parte de la III Guerra Mundial. Así de crudo. ¿Excusez-moi, Monsieur, le train pour un monde meilleur?? En un andén olvidado por la humanidad.