No se ha cumplido todavía un año del atentado contra el semanario satírico «Charlie Hebdo» y el dolor vuelve a golpear irracionalmente en París con un número aterrador de muertos y heridos. Una nueva prueba de cómo se las gasta el llamado Estado Islámico (EI), que organiza sus ataques en el exterior y refuerza su estrategia con los apoyos que el yihadismo tiene en los países que los sufren. En especial Francia, donde la «banlieu» se ha convertido en un refugio cómodo y en una escuela de reclutamiento para terroristas islámicos, que acuden a ella, en algunos casos, para resarcirse de la frustración y la humillación social, en otros, los más, azuzados por los mensajes de los mulás y el odio inculcado contra Occidente.

El desgarro que hoy sufre el mundo libre es en términos cuantitativos como el que padeció el 11-S a raíz de los atentados a las Torres Gemelas en 2001, comparable también al de Bali (Indonesia) en 2002, al de la matanza de los trenes en Madrid (2004) y al del metro de Londres, en el año 2005, simplemente por citar algunas de las secuencias más brutales y sanguinarias de la paranoia yihadista.

El EI se ha convertido en la amenaza más importante de la agenda de la seguridad mundial. Quien no vea en sus ataques, en su forma de expresarse, una guerra declarada, se equivoca. Las democracias occidentales resuelven sus problemas mal que bien sometidas al imperio de la ley, separando el poder civil del religioso, y protegiendo la igualdad de derechos de sus ciudadanos. No sucede lo mismo en el mundo que defienden los que fusilan a las personas en la terraza de un restaurante al grito de Alá es grande. Allí la vida se retrotrae a la Edad Media, la religión se impone al Derecho, las teocracias a las democracias, y las libertades individuales sencillamente no existen.

Además de matar a seres humanos que simplemente celebran el acto cotidiano de sus vidas, lo que los terroristas hacen es asesinar las libertades democráticas. El nuevo golpe asestado por los islamistas en París merece una reacción meditada pero contundente, que debe ser de una vez definitiva. No se trata de soliviantar aún más los ánimos de quienes sienten animadversión hacia los musulmanes, que en Francia, además, están poblados de perversas intenciones políticas desde que el Frente Nacional usa la xenofobia como coartada populista. Pero sí debería servir, en cambio, para que los gobiernos empiecen a colaborar estrechamente y a actuar de manera coordinada frente a una gravísima amenaza mundial de incalculable alcance.

Por lo pronto sería necesario aprobar una legislación común que impida que los derechos de los europeos se vean vulnerados y que algunas de las costumbres medievales más reprobables entre los musulmanes se extiendan a un modo de vida que ha avanzado considerablemente, en particular en lo que concierne a las mujeres. Occidente tiene que dejar claro que no está dispuesto a rendirse ni a doblegarse ante la locura que impulsa a estos criminales.

Los principales líderes europeos se mostraron ayer partidarios de una estrategia conjunta. Sin embargo, dados los antecedentes, no hay razones que inviten a sentirse especialmente optimistas. Frecuentemente los gobiernos del llamado mundo libre, en concreto los de Europa, han actuado reprimidos por una especie de dogal que los lleva a eludir acciones internacionales de castigo a los yihadistas, probablemente por temor a que las represalias violentas se ceben en sus territorios. Pero las democracias no deben amilanarse ni sus políticos caer en la equidistancia de los Pablo Iglesias decididos a desmarcarse de los pactos antiyihadistas, pues es una actitud insolidaria que demuestra una absoluta debilidad frente a la gravedad del peligro que nos acecha.

La falta de decisión y la lentitud para afrontar los grandes problemas que la afligen está siendo proverbial en Europa. Una prueba de ello es la escasa e ineficaz respuesta conjunta ante la crisis de los refugiados sirios. No se puede seguir con paños calientes. Hay que exigirles a las comunidades musulmanas el más contundente repudio a la violencia yihadista, no sólo cuando se producen atentados salvajes como el de París, sino día tras día, y que, al mismo tiempo, colaboren con las fuerzas de seguridad para erradicar la amenaza. Una amenaza que se cierne, en definitiva, sobre la humanidad, ya que el autoproclamado Estado Islámico no hace distingos entre sus víctimas, que somos todos los que no compartimos su demencial idea de la vida y de la muerte.