Todo lo que viene aconteciendo con el proceso secesionista de Cataluña no es más que uno de los tantos efectos de la falta de cultura política democrática que existe en España. Cuarenta años de aprendizaje no han sido suficientes para reivindicarnos como ciudadanos con una actitud política más activa y en su lugar nos encontramos aún con un tipo mayoritario de cultura parroquial y de súbdito, donde los individuos esperan muy poco del sistema político o mantienen una orientación dirigida sólo hacia sus productos, tales como niveles de bienestar social, beneficios gubernamentales o la promulgación de determinadas leyes.

La culpa de todo ello habría que achacarla, en primer lugar, a los valores culturales del régimen dictatorial franquista que aún perduran en gran parte de la sociedad española y, en segundo término, a los grandes partidos políticos y a los grupos de interés de la actual etapa democrática, más atentos a los intereses y privilegios de sus élites que a fomentar una cultura que, y parafraseando a Almond y Verba, se «constituye por la frecuencia de diferentes especies de orientaciones cognitivas, afectivas y evaluativas hacia el sistema político en general, sus aspectos políticos y administrativos, y la propia persona como miembro activo de la política».

Como decimos, la cuestión catalana tiene mucho que ver con esa falta de cultura democrática que no solo habría que achacar a las masas sino que, en buena medida, también hacen gala de ello sus gobernantes. Tanto el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, como el presidente de la Generalitat de Cataluña, Artur Mas, se acusan de emplear actitudes antidemocráticas. A ambos les asiste la razón para pensar así. Uno lo es por inmovilista y centralista. El otro por demagogo y populista.

Los gobernantes tienen la obligación de escuchar las demandas de sus ciudadanos, canalizarlas debidamente y ofrecer respuestas democráticas. El ejercicio del poder en un sistema político democrático no consiste en apelar continuamente a la autoridad competente, que es lo que hace Rajoy, tampoco en mentir a la ciudadanía o en agitar fanatismos nacionalistas, que es lo que viene haciendo Artur Mas desde que se le apareció la crisis económica. A ambos y a sus correligionarios les diríamos que necesitan adquirir una cultura democrática basada en la comunicación, la persuasión, el consenso y la diversidad. Una cultura que permite el cambio necesario, pero que también lo modera. Una cultura que mantiene sus raíces en la vieja democracia inglesa.

Ya va siendo hora de que la sociedad española en su conjunto adquiera una cultura de la participación más activa en la política y abandone actitudes de súbdito y parroquialismo. Una mayor implicación, y el mantenimiento de una actitud racional y no emocional, forman parte de esa cultura tan necesaria en estos momentos en España. Debemos suponer que las próximas elecciones generales significarán un antes y un después en la política española, donde una masiva participación apee del poder a quienes han situado a este país al borde de la quiebra social y donde el surgir de nuevos líderes hagan posible llevar a cabo las urgentes y necesarias reformas políticas y territoriales que el Estado demanda.