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Desde mi terraza

Luis De Castro

Nos queda la palabra

Esta semana he conseguido olvidar el espectáculo del inefable Jorge Javier Vázquez gracias a la recuperación de la palabra en dos funciones de calidad: La última sesión de Freud y El cielo que me tienes prometido; los personajes históricos del padre del sicoanálisis, y la turbulenta relación entre Santa Teresa de Jesús y la princesa de Éboli (qué dos mujeres!) unieron el interés de los textos a exposiciones claras y limpias de las situaciones a través de la palabra bien escrita y bien dicha. Efectivamente, en la función sobre Freud nos encontramos con una lucha dialéctica entre la razón y la fe, esta última en la persona del profesor inglés C.S. Lewis, y Freud, el día en que el Reino Unido declara la guerra a la Alemania de Hitler. Poco más de media platea en el Principal, y unas buenas interpretaciones especialmente la de Heliodoro Pedregal, un actor no muy conocido por el gran público pero que desde los inicios de su ya larga carrera, supo elegir las producciones en las que interviene. Y Ana Diosdado nos presentó su último texto, una supuesta conversación entre Teresa de Jesús ( María José Goyanes en su reaparición teatral) y doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli por su matrimonio con un noble portugués, ministro del rey Felipe II, poco después de enviudar y cuando la gran dama castellana decidió ingresar en un convento carmelita, que abandonaría unos meses después para volver al boato de la corte. Mi debilidad por este personaje histórico, que siempre me resultó fascinante, me hizo disfrutar todavía más de un sencillo espectáculo con unas interpretaciones magníficas de las tres actrices intervinientes. Pero? ¡Ay!, habituados como estamos a un tipo de teatro más ligero, el público se reserva para espectáculos donde intervienen actores de frecuente aparición en las televisiones: sin la televisión y, en menor medida, sin el cine no se es nada en el teatro. Esta es la triste realidad en una ciudad que durante años tuvo un público fiel, curioso e interesado por el teatro de ideas, y que poco a poco ha ido desapareciendo hasta quedar reducido a unos cientos de personas que siguen interesadas por lo que se entiende como «buen teatro». La palabra, su predominio en el escenario (y en cualquier medio de comunicación) con frecuencia se desprecia y se sustituye por una forma de decir a menudo incorrecta, que va calando en el público, empobreciendo el lenguaje cada vez más. Espectáculos como los dos citados regeneran el hecho teatral, colocando la palabra y la forma de decirla en el lugar que siempre debió corresponderle. En la política, tan en boga, podemos comprobar la pobreza en la expresión oral de la mayoría de las intervenciones parlamentarias, añorándose a figuras que la historia nos presenta como oradores excelentes, tal es el caso por ejemplo de Manuel Azaña o del mismísimo don Miguel de Unamuno en su ya famoso discurso ante el Congreso de los Diputados en la Segunda República, defendiendo precisamente la lengua española y la correcta utilización de la palabra. Sea como fuere, de vez en cuando aparecen perlas como las citadas que nos reconcilian con ese teatro que desde hace muchos años defendemos. Y si el público no responde en la medida deseable es porque cada vez más el teatro se aleja de la vida y de los hábitos cotidianos de los ciudadanos; conozco a muchas personas cultas, curiosas e interesadas por el arte, la música, los libros y el cine, que raramente pisan una sala de teatro. ¿Razones para este alejamiento? Muchas y variadas. Solo en los colegios y en las propias famil

La Perla. «La idea que no trata de convertirse en palabra es una mala idea; la palabra que no trata de convertirse en acción es una mala palabra» (G.K. Chesterton, novelista, periodista y poeta inglés, siglos XIX-XX).

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