Cada vez que aparece Albert Rivera en pantalla se acentúa la sensación de que es el líder más en forma de los que figuran en la parrilla de salida con opciones de gobernar a partir del 20 D. Quizá, a pesar de sus formidables dotes de comunicador, se le ve todavía un tanto tenso en el cara a cara con la gente, más en lo gestual que en el discurso, siempre claro, preciso, cercano y comprometido. Es como si tuviera plena consciencia del trascendental momento y la responsabilidad de no cometer un error fatal le impidiese acompasar su arrolladora oratoria con una expresividad más espontánea. Poco lastre frente a hieráticos maniquíes de plasma o furibundos agitadores.

En todas sus comparecencias se repite una pregunta o, más bien, una queja relativa al indefinido posicionamiento de la formación que preside. Le lanzan, como si ello fuera un defecto, que no es ni carne ni pescado. Mientras tanto se elogia la figura maltratada de Suárez y se añora su espíritu de consenso y su alejamiento de los extremos. En fin, pura contradicción. Llevamos años repudiando el maniqueísmo de derechas e izquierdas, de negar que eso defina a la gente actual y cuando sale una opción más transversal, ecléctica y pragmática la acusamos de? acercarse a nuestras expectativas. Si este es el único punto vulnerable es que C´s va bien.

El otro mantra, hijo bastardo del anterior, es que no se moja. Da igual que se lancen propuestas tan radicales como modificar definitivamente el Senado para que deje de ser un cementerio de elefantes y se convierta en una cámara territorial con funciones específicas; o que se apueste por eliminar el Consejo del Poder Judicial unificándolo con la presidencia del Tribunal Supremo; o la más radical de acabar de una vez por todas con el chalaneo nacionalista, tan del gusto del bipartidismo menguante. Por fin alguien se atreve a decir que Navarra no tendrá que preocuparse por su fusión con el País Vasco o que las autonomías tendrán una serie de competencias definidas y definitivas. No cuenta que se proponga un cambio de ley electoral, tan del gusto de los partidos independentistas, a los que prima descaradamente por otro más proporcional donde la participación activa del ciudadano sea más determinante; por no hablar de la supresión del Decreto Ley, esa forma de gobernar al margen del control parlamentario y de la eliminar el indulto a políticos corruptos. Algunas de estas reformas, en las que no creen los dos grandes venidos a menos, habrían hecho imposible la deriva catalana del iluminati don Artur.

Cualquiera puede ver que están por escrito medidas económicas concretas divididas en cinco grandes apartados con propuestas tan valientes como la eliminación de contratos temporales o el salario digno para personas con bajos ingresos o empleos precarios, medida que beneficiaría a más de 5 millones de hogares con un coste inferior al 1% del PIB. Sin olvidar a los autónomos a quienes se les fija la cuota el primer año en 50 ? o las bajadas del IRPF en todos los tramos o la reducción del IVA. Junto a esto, medidas concretas contra la corrupción que nos cuesta unos 50.000 millones de euros al año y en favor de una educación de calidad y competitiva.

Los problemas de Ciudadanos serán otros, y alguno he señalado en estas páginas, pero no su indefinición, a día de hoy es el partido que más claras está dejando las líneas de trabajo para el día siguiente. Ojalá, como dice Rivera, estemos en una segunda transición y pronto nos gobierne un joven y convincente barcelonés con ancestros andaluces. Sería casi de justicia poética que el malestar y la crispación que genera un catalán fanático y sedicioso sea atajada por otro prudente y dialogante; el pasado bárbaro de buenos y malos frente a un Estado de ciudadanos libres e iguales. ¿Quién dirá Forcadell que les esclaviza?