Jose Antonio Marina tiene una mirada bondadosa. Aparece un su página web reclinando su cabeza plácidamente en su mano en actitud meditabunda. Su currículum es impresionante. Se maneja con soltura con términos tales como «filosofía compartida», «inteligencia social y conversacional», inabarcables para un modesto educador, como gusta de llamar a maestros y profesores, a los que cada curso se les corta la piel de los dedos índice y pulgar por el maldito polvo de las tizas, que acartona también sin piedad las cuerdas vocales.

Es un auténtico humanista del siglo XXI: profesor, filósofo, ensayista pedagogo y hasta asegura haber escrito artículos y libros que versan sobre la figura de Dios. Más que admiración uno debería sentir una suerte de sobrecogimiento, tal es la talla humana e intelectual que él mismo se encarga de perfilar.

Sorprende por tanto, el momento elegido por el insigne pensador para dar a conocer las conclusiones a las que ha llegado en el Libro Blanco sobre la Educación que le encargara en su día el nuevo ministro del ramo y que en resumidas cuentas, según hemos podido saber, en un viaje para el que nos podríamos haber ahorrado las alforjas, la culpa de todo la tienen los de siempre: los maestros y profesores.

Poco importa lo mediocres, visionarios y /o cafres que hayan sido los ministros de Educación de turno, ni la incertidumbre que ha producido el continuo cambio de leyes, ni siquiera el daño difícilmente reparable que los brutales hachazos que el ministro Wert ha propinado en los últimos años, cual primate enfurecido, en las partes más endebles de nuestro ya de por sí frágil entramado educativo: becas, programas de garantía social o educación compensatoria. Los culpables son los profesores, que a pesar de estar bien pagados, no dan la talla.

Que una mente tan preclara, consejero áulico de Zapatero y ahora a lo que se ve del actual ministro, haya podido llegar a esta conclusión, al final de una legislatura como la que estamos a punto de dejar atrás, causa más que perplejidad, una insufrible estupefacción.

Sin duda hay mucho que se puede hacer para mejorar la docencia en nuestro país. Tal vez no estaría mal empezar por revertir algunas de las medidas que se han implantado por decreto durante los últimos cursos: becas, ratios, jornada laboral, currículum, precio de las matrículas y un largo etcétera.

Más fácil sería actuar en el terreno de la formación de los docentes, especialmente cuando está todo prácticamente por hacer; con unos centros de formación, tradicionalmente parasitados por los gobiernos de turno, que suelen trabajar de espaldas a las necesidades reales del sistema y que han llevado a los maestros y profesores a costearse de su propio bolsillo los cursos que han precisado para su desempeño profesional, toda vez que la gratuidad en las matrículas universitarias para la formación de estos «trabajadores de la casa» hace tiempo que quedó abolida.

Es curioso el modo que tiene el señor Marina de poner en valor la figura del profesor finalidad última que declara perseguir, al señalarle como principal responsable de las importantes deficiencias que sin duda aquejan a nuestro sistema educativo, que sin embargo, si ha logrado salvar los muebles ha sido precisamente gracias al coraje, valentía y sacrificio de sus usuarios: padres, madres, y sobre todo, alumnos, profesores y maestros.

Pero estas son circunstancias que no merecen la menor consideración al insigne filósofo y pedagogo, más ocupado sin duda en otros doctos menesteres con los que al regalarle los oídos al político de turno, tal vez le permitan gravitar entorno a las confortables moquetas del poder.

Ignorar a estas alturas del partido la decisiva influencia que entorno familiar o nivel académico de los padres puede tener en el rendimiento escolar de los alumnos y sus mismísimas expectativas vitales, es imperdonable, ocultarlo aun sabiéndolo es aún peor.

Cerrar los ojos ante el dolor que han provocado las políticas de recortes del Partido Popular, auspiciadas por las teorías de corte neoliberal que han imperado en nuestro país y que han dinamitado nuestra incipiente cohesión social y lanzado a la cuneta a miles de familias, debería ser incluso pecado.

Señalar con el índice a los «educadores» en este contexto, ignorar su condición de víctimas, obviar su esfuerzo y abnegación, su valentía incluso cuando han salido a la calle cientos de veces para denunciar lo que se pretendía hacer con la excusa de la crisis, es un intento mal disimulado de echarlos a los leones, enfrentarlos a los padres y que en el próximo embate al que sin duda se habrá de enfrentar la educación pública y que tal vez se esté urdiendo ya en algunos despachos, no hayan más trincheras que obstaculicen su avance y el camino haya quedado finalmente expedito.

En ese fatídico caso, las consecuencias serían difíciles de prever, salvo tal vez para una mente privilegiada como la de Marina. Lo que nos puede llevar a pensar que esa pose serena y bondadosa en su página web a la que aludíamos al inicio del artículo, sea simplemente eso: una pose y sus objetivos menos honorables que aquellos que se atreve a proclamar.