Lo de Albert Rivera no es casualidad. Ya no. Su pujanza no se debe exclusivamente -que también- al demérito de los dos grandes partidos que por tradición han amasado y gestionado el grueso de los votos y que de un tiempo largo a esta parte bien parecen infantes de cole o acaso novicias de una orden religiosa en profunda regeneración; sino a una nueva manera de presentar remedios, la suya propia, de ofrecer acicates frescos y desclasificados de todo punto ajenos al tráfago televisivo acostumbrado. La semana pasada le vi torear con solvencia en La Sexta un sinfín de incómodas preguntas, tanto de contertulios picajosos como del mismo pueblo, allí congregado, simbólicamente en forma de señores y señoras que exponían quejas de sus respectivos sectores productivos. Y el joven Rivera estuvo no solo brillante, pues hasta dormido diría que refulge, sino sobre todo próximo y convincente. Con esa proximidad tan familiar que es capaz de sacudirte un capón con aspecto de arrumaco; o de convencerte con la eficacia de una dictadura con la más dulcificada argamasa democrática.

No me resultó extraño. Dos semanas antes ya había cepillado (y simbólicamente digo, despiojado) la que no hace mucho parecía poco menos que la intratable coleta de Pablo Iglesias, en un bareto cualquiera en una cita a tres, sin establecimiento de tiempos, sino libre y al albur de la inspiración de cada púgil. A ras de suelo. O esa, en ese terruño tan de Iglesias, del que viene y merced al cual había forjado su ya decadente leyenda: la calle. O el bar, que viene a ser lo mismo. Pues nada hay tan emparentado con el sentir callejero que la verborrea incontinente de una peluquería o el hálito seco de un bar. Y ahí, en esa «cultura» tan de todos, Iglesias aparentaba no hace mucho ser un poder innegociable, sacudidor e inmanejable de estratega, hasta que osó tomar un maldito café con Albert Rivera. Y sin comerlo ni beberlo, Rivera le despojó con acaso una media sonrisa a tiempo y un puñado de argumentos relativamente bien manejados de toda aquella aura coja que le había aupado a una especie de frenesí infantiloide y burda.

Claro que uno observa con algo de detenimiento el nivel de lo que el líder de Ciudadanos tiene al lado y es como para que el político catalán, como poco, les dé las gracias. Por inoperantes y vacíos de legitimación, por no decir ridículos. Rajoy, por ejemplo, vive ya de siglas, a su edad, pues las suyas, PP, siguen teniendo predicamento en un sector relativamente amplio y fiel de la población española, a pesar de la putrefacción intrínseca del aparato popular conocida de unos años a hoy. Pero Sánchez, por su parte, el Don Juan del PSOE, que guaporro lo es un rato, más que guapo, atractivo, diría (para mí no es lo mismo), no le acompaña a la par en la balanza de su sex-apeal, el verbo, ni el tiempo, ni ya puestos, el español, que lo maneja con penuria sonrojante. Y luego Garzón, por citarlo. Tipo elegante, correcto, no fantasioso en exceso -lo justo, para ser líder de IU o lo que hoy sea o se llame esa formación- pero que insinúa quedarle todavía un mundo, o muchos, para ser capaz de encorbatar una candidatura con rejones y de altura, pues ni siendo joven y formado ha sido bastante para evitar siquiera el desplante de Pablo Iglesias en el ansiado catre común de la izquierda más herida. En cualquier caso, quisiera desdramatizar el caos a cuenta de lo vivido en ese colchón de amores obligados a amarse, pues ofrece luces, alguna, la del aspirante Alberto, por ejemplo, si uno rasca, pues diría que es una persona íntegra y ligada a un tiempo muy de actualidad, pies en tierra, al contrario que su contraparte Iglesias, que descreyó de su ofrecimiento. Celebro que Alberto, aún presidiendo un partido en franca deriva, haya hecho prevalecer el afán que le impulsó a ser líder de esa formación por encima del cariño podemita de ficharlo para su causa, con consecuencia clara en ese tránsito de descabezar definitivamente a su partido. Es de lo mejorcito que estoy viendo en este nada recoleto paisaje de racanerías y cutres aspirantes al Gobierno de España.

Por eso uno ve a Rivera, y se contagia. Oiga, un poco. Lo justo. Quizá no de su partido, sino de él. Y quizá no por sus méritos (sinceramente, no me parece espléndido en el debate), sino por los deméritos de los otros. Siento sentirlo así, pero hacía años que en el cuadrilátero de las ideas políticas no apreciaba tan estúpido nivel. Lo confieso. Es como si la crisis, esa de los últimos ocho o diez años que tan malitos nos ha dejado, lo hubiera sido especialmente de lo cultural. Y nosotros sin darnos cuenta.