Contaba Leonardo Padura, en una de las novela protagonizadas por su detective Mario Conde, que una de sus ilusiones era encontrar un bar donde le conociesen de tal modo que sin necesidad de preguntarle, con solo mirarle a la cara, ya supiera el barman que debían servirle.

En la Universidad de Alicante tenemos un bar de esos. Es Don Jamón. Una pequeña casa de comidas, de esas de toda la vida, donde se puede comer comida casera, de calidad y a un precio muy razonable. Un lugar donde te conocen y ya de verte saben si quieres de primero guisado de bacalao o arroz.

Cierto es que no es el único restaurante de la UA donde te dan un servicio excelente. Pero quizá Don Jamón, por ser el espacio más pequeño, porque lleva en el Campus veinte años, o por el carácter de sus trabajadores se ha hecho un sitio especial entre sus muchos usuarios.

Lamentablemente, Don Jamón puede tener sus días contados en la UA porque ha perdido la contrata. La ha perdido por solo tres puntos (sobre un total de 100) frente a la propuesta de una empresa foránea que ha ofrecido un modelo de restauración tipo catering. Ni dudamos de la correcta evaluación que ha hecho la UA y que ha terminado dándole tres puntos a esa empresa foránea ni de la calidad de la propuesta de esta empresa pero...

Más de 20.000 firmas de apoyo, recogidas en la web change.org: «Universidad de Alicante: No cerréis el Don Jamón» deberían hacer pensar que algo se perdió en la valoración de la contrata. Y ese algo debió ser muy importante porque 20.000 firmas -de un colectivo que, en conjunto, debe rondar los 40.000- son muchas firmas.

Pretendo mostrar que el caso Don Jamón además de ser un problema y una tragedia para este grupo de profesionales, es también un reflejo y una consecuencia de una forma de medir, en definitiva, expresión de una cierta forma de entender la vida o si quieren de una forma determinada de organizar las relaciones humanas.

Cuando se evalúan unas propuestas de gestión de un espacio de restauración, quedan fuera de la medición una serie de comportamientos cotidianos, relaciones personales, sentimientos y emociones que son tan importantes y, probablemente, mucho más que la calidad de la oferta gastronómica o la contrapartida económica. Permítanme describir algunas de esas cosas que, a mi entender, son lo importante.

Primero, debería incluirse en la valoración la opinión de sus clientes, a quienes la lengua castellana definiría como parroquianos. Cómo no van a tener una influencia en la toma de decisiones quienes comen allí. Y repito, 20.000 firmas son muchas firmas.

Segundo, cómo podemos evaluar cosas que son tan importantes como el ratico de interacción social con los trabajadores y empleadores de Don Jamón. Es en ese momento, ese ratico, donde la transacción comercial de encargar y pagar una comida se convierte en una relación social cuajada de sentido. Son esos dos-tres minutos en los que preguntas por la nieta de Paqui y ella por tu hijo que estudia Medicina, y que el café lo quieres corto. Porque en esos pequeños detalles, durante ese ratico dejas de ser un usuario para convertirte en una persona y esa transacción económica se convierte en una relación humana, cargada de humor, afecto, complicidad? Los parroquianos de Don Jamón hemos oído a Paqui hablar en francés, inglés, ruso y hasta chino intentando explicarse y comprender qué quería comer ese estudiante venido de lejos y que estaba perdido en el Campus y que necesitaba, en ese momento, más que nunca, alguien que le dedicase un minuto.

Tercero, veinte años de trabajo en la UA deberían también ser tenidos en cuenta en ese proceso de valoración. Veinte años sirviendo comidas a estudiantes, profesores, personal de la administración. Veinte años recordando nombres y asignado a esos nombres un cortado o un solo con sacarina. Cómo no van a ser importantes esos cientos de miles de tostadas, zumos, y menús, y todo el trabajo y buen hacer que lleva incorporado.

Por último, no debiéramos olvidar que ese método de evaluar dominado por la racionalidad economicista no es un proceso neutral y objetivo. Muy al contrario, detrás de esos criterios, de esos indicadores y esas sumas supuestamente racionales hay toda una propuesta totalizante de cómo debe ser el mundo, de qué principios deben regir las relaciones entre las personas. En definitiva, a esa racionalidad economicista le transciende una ideología. Y esa ideología está al servicio de unos intereses que priman la acumulación sobre la distribución, que reducen el bienestar común al crecimiento del PIB, que justifican el bien y hasta el mal por los mejores resultados en la cuenta de resultados. Una ideología que sirve para justificar, entre otras cosas, que en el uso de los espacios públicos prime el dinero que se dejan en cervezas o el número de empleos que se genera sin permitir que en esa evaluación nos atrevamos a pensar en los límites que debe tener toda actividad económica, en los derechos de los vecinos o en la calidad del empleo que genera.

Porque el caso Don Jamón es una forma -otro pequeño ejemplo más- en que la ideología de la «irracionalidad» económica también se expresa y se hace dominante o hegemónica. Una ideología que como diría Weber desencanta el mundo. Una ideología que consigue que lo verdaderamente importante, aquello que nos hace felices -aunque sea un ratico-, aquello que de verdad valoramos sea desconsiderado, invisibilizado o totalmente excluido de las toma de decisiones.

Una Universidad pública como la UA, donde siempre se ha defendido que hay una forma distinta de hacer las cosas; una Universidad que exige que se la mida no solo por el número de publicaciones que los profesores indexamos en revistas internacionales sino también por el servicio social que hace a la comunidad, una Universidad que siempre ha estado atenta a la defensa de minorías, también puede ser sensible a este caso Don Jamón para proteger algo tan importante como lugares, casas de comidas, donde eres una persona, un parroquiano con nombre y apellido frente a otras propuestas donde te conviertes en un mero usuario de un servicio de catering.