Uno de los impedimentos que nos dificultan trascender los numerosos conflictos territoriales y secesionistas que hemos vivido en Europa en las últimas décadas, y ahora en Cataluña, estriba en la corta mirada que proyectamos sobre el tiempo histórico. Es difícil mantener posiciones identitarias excluyentes a poco que uno sienta la íntima urdimbre que teje nuestras vidas en la actualidad.

La historia de la humanidad ha caminado inexorablemente desde la organización en tribus mínimas hasta la gran tribu, la tribu global, la tribu planetaria. Queremos vivir de espaldas a cuanto recibimos y nos conforma culturalmente; quizá porque atavismos irracionales no anclan en la estricta fe del clan cavernario.

A poco que levantemos la mirada y el vuelo intelectual veremos en qué maravilloso mundo podemos vivir. A poco que relajemos el ego identitario y sus falacias, nos daremos cuenta de que somos hijos de un devenir mutante, mestizo y enriquecedor. Algún día, confío y anhelo, aceptaremos gozosos que tras los sonetos de Sabina se halla toda una tradición lírica italiana de hace más de 600 años, o que algunos de nuestros cuentos infantiles brotaron en la mente de un poeta hindú hace 1.500 años.

Algún día comprenderemos que en cada acequia de regadío tradicional está contenida una tradición milenaria de los cultivos magrebíes, y en cada noria de nuestra huerta, el agua dibuja un rito tan antiguo como el jardín de Babilonia. Algún día deberíamos sonreír ante el hecho de que llamemos tortilla española a un glorioso manjar que solo fue posible por el mestizaje hispanoamericano. Y deberíamos llorar porque los naufragios de Lesbos ocurren en las mismas arenas en las que Safo nos enseñó a amar.

Y por cierto, deberíamos comprender qué significa la laicidad en el mismo momento en que nos percatamos de que, en los textos sagrados que se leen en nuestros púlpitos, resuenan los mismos relatos fundacionales que en la cultura siria, judía o mahometana. Miles de niños y niñas en Bangladesh, en Pekín o en Vietnam, se dejan la vida como El niño yuntero de Miguel Hernández para que vistamos ropa low cost o compremos los adornos de Navidad con que decoraremos nuestros hogares en unos días. Añadan los miles de ejemplos que faltan. Ésa es la tarea reflexiva que nos debemos.

Estoy convencida de que, después de esa pequeña e íntima oración de agradecimiento por toda la diversidad temporal y geográfica, y que nos hace miembros de una humanidad única y fecunda, los separatismos serán movimientos superados por un sentido común universal. La política y los políticos tienen en esto un deber y una responsabilidad inexcusable. La historia de la humanidad lleva miles de años caminando hacia la supresión de las fronteras, sean geográficas o comunicativas. La Torre de Babel no es ya un castigo sino una oportunidad. Y el respeto a los derechos universales de la humanidad es la única brújula que necesitamos.

Por eso, lo que los titulares llaman estos días «desafío secesionista» y «órdago separatista» no son ni más ni menos que lamentos de quienes, equivocados, cierran los ojos ante el horizonte multicultural y de convivencia entre diversos al que camina la humanidad.