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José María Asencio

Plazos en la instrucción y derechos humanos

En este debate abierto acerca de la limitación de la duración de la instrucción penal, en el que jueces y fiscales han iniciado una frontal oposición a la ley que la fija, llama la atención poderosamente que nadie, absolutamente nadie, haya mostrado su preocupación por los efectos que las investigaciones penales extendidas injustificadamente en el tiempo causan en quienes se ven sujetos a un proceso penal. Parece que la realidad, derivada de factores múltiples, deba ser aceptada en un solo sentido, cual es que los ciudadanos soporten los efectos demoledores de procesos que duran años. Nadie ha tomado conciencia de que los fallos de un sistema, en un Estado de Derecho, han de ser repartidos proporcionalmente entre ese Estado que no cumple con sus obligaciones de tramitar los procesos sin afectar al derecho a que lo sea sin dilaciones indebidas y el ciudadano. Es inadmisible que sea el imputado quien deba sufrir en exclusiva las consecuencias de los incumplimientos de las autoridades públicas, cualquiera que sea el origen de los defectos del sistema. Si faltan medios o si los existentes no se gestionan adecuadamente, que de todo hay en este asunto, no puede ser solo resuelto derivando los efectos en quien se ve sujeto a un proceso penal, siendo obligado que el Estado asuma su parte de responsabilidad en las deficiencias de un sistema que no es compatible con los derechos constitucionales de quien lo padece. El Estado de Derecho no puede elevar la represión penal por encima de toda consideración; es impropio de éste poner en la cúspide del sistema la eficacia penal.

De ahí los plazos establecidos en la ley, como sucede en todos los países de nuestro entorno, porque, como bien es sabido, la falta de medios no es razón para justificar las dilaciones indebidas, como ha manifestado en repetidas ocasiones el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Un modelo procesal en el que las causas sencillas pueden durar años y las complejas se extralimitan de forma incomprensible e innecesaria, no puede sostenerse bajo ninguna consideración, siendo obligación de todos poner un remedio y en tanto no existan recursos suficientes, no hay otro mecanismo que el de limitar legalmente su duración. Si en un plazo determinado no se ha podido concretar la existencia de un delito, la causa debe ser finalizada pues nadie puede vivir bajo la angustia de una imputación décadas de su vida y sufriendo los efectos demoledores de la misma en su vida y fama.

Hay soluciones para, incluso con los medios existentes, aplicar la ley. En todo caso, porque la misma será un acicate ante la indiferencia casi absoluta acerca de la eternización de asuntos cual si se tratara de un hecho inevitable al que no se concede importancia pues no existe conciencia de su gravedad. Una praxis en la que esta cuestión no se toma en consideración. No se adoptan medidas porque se asume como algo natural que solo interesa como discurso. Los plazos van a servir, como ya sucedió cuando se limitó la duración de la prisión provisional ante quejas de la misma entidad que las presentes, para que todos los implicados en un proceso asuman que el exceso temporal no entra en el ámbito de la normalidad, de modo que se adopten las medidas adecuadas para evitarlo. La displicencia con la que hoy se ve este fenómeno no es de recibo.

Todos los anteproyectos de ley hasta ahora elaborados, del PSOE o del PP, establecían estos plazos; el del PSOE, que ahora reniega, era más estricto, lo que demuestra que la decisión política no es irrazonable sino sentida por todos.

La falta de medios en nuestro Poder Judicial es un hecho indiscutible, pero a ello hay que sumar una ausencia de organización notable en la que destaca por su relevancia la cada vez más evidente tendencia a no ocupar los juzgados con jueces permanentes. Esa provisionalidad, cuyo fundamento se escapa a cualquier razonamiento lógico, lleva consigo las consecuencias naturales de toda interinidad, que son la imposibilidad de conocer los asuntos complejos y la de organizar el trabajo a medio y largo plazo, generándose bolsas de asuntos sin resolver porque el juez provisional se limita a su labor diaria, a la agenda que le han marcado. De este modo se soluciona el problema de los juzgados saturados, pero al precio de extender ese riesgo a otros muchos.

Tanto el CGPJ, como la Fiscalía General del Estado han de ponerse manos a la obra, estableciendo fórmulas de trabajo adecuadas a la nueva ley. Es posible hacerlo si se adoptan las medidas oportunas y sin que ello conlleve, obviamente, incrementar la carga de trabajo, ya de por sí elevada en un oficio que requiere mesura y prudencia, pero también diligencia.

Si algo enseña la vida es que no hay ninguna solución perfecta. Las críticas, en ocasiones provenientes de la abogacía que siempre ha demandado celeridad, acreditan esta afirmación. Todo es susceptible de reproche, pero cuando hay que elegir entre alternativas y una de ellas representa un derecho regularmente vulnerado, la elección debería ser sencilla.

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