Estamos en puertas de unas nuevas elecciones generales, y todo parece indicar que la educación puede ocupar una posición central en el consiguiente debate político y social propiciado por aquellas. Sin embargo, abrigo serias dudas de que vaya a darse el debate inteligente que precisa la educación española y de que dicho debate pueda contribuir a concretar los cambios legislativos y las medidas políticas que demanda nuestro sistema de educación y formación.

He venido sosteniendo que la educación es un bien público que nos concierne a todos, porque es de todos y para todos, que nuestro futuro depende en buena medida de su calidad y que, precisamente por eso, se trata de una materia extraordinariamente sensible, que no puede administrarse desde planteamientos políticos e ideológicos particulares, por valiosos que parezcan. Es tanto lo que un país se juega con su sistema de educación y formación que debe ser la sociedad en su conjunto, en su multiplicidad de tendencias ideológicas y culturales, quien debe ocuparse de él, evitando su modelación cíclica en función de los vaivenes electorales.

Por tanto, el pacto que la educación española precisa ha de ser un pacto social y político para el conjunto del Estado, porque es una cuestión de Estado. Pero difícilmente habrá pacto político, con arraigo territorial generalizado, si no hay previamente un gran pacto social que aglutine a todas las administraciones educativas, a los partidos políticos y a los agentes sociales y educativos. Ese pacto exige acuerdos normativos, académicos y financieros, pero requiere especialmente consensos sobre temas sensibles como el estatus de la enseñanza de la religión en los centros educativos, sobre la legitimidad de éstos para educar en y para el ejercicio activo de una ciudadanía responsable, sobre la articulación de una red integrada de centros sostenidos con fondos públicos que garantice, de acuerdo con los principios de libertad y equidad, el ejercicio del derecho a la educación, sobre la configuración adecuada de la educación infantil de 0 a 3 años (¿hacer alumnos de nuestros bebés?) o sobre la regulación de la accesibilidad de todos los alumnos al ejercicio efectivo de su escolarización, vinculando la gratuidad de los servicios complementarios básicos y de los materiales curriculares a las rentas de las familias. O, ¿no?

Un pacto de estas características permitiría superar aquellos males de la educación española, a los que se refería hace algunos años el exministro Díaz Ambrona: la tacañería histórica en materia de educación de nuestros poderes públicos, el encono insalvable en las cuestiones educativas, los fuegos de artificio (a fin de mantener el encono) y el estúpido penelopismo (el continuo tejer y destejer leyes educativas) propiciado por aquellos. Una condición necesaria para poder concretar los cambios legislativos y las medidas políticas que precisa nuestro sistema de educación y formación, precisamente en estos momentos que «el aprendizaje nunca ha sido tan importante como ahora» (J. Stiglitz). O, como decía recientemente J. A. Marina, en un momento en el que «aprender es el recurso de la inteligencia para sobrevivir y progresar en un entorno cambiante. Cuando esos cambios eran lentos, una etapa breve de formación servía para toda la vida. Pero nos encontramos inmersos en un cambio acelerado, lo que exige aprender continuamente, velozmente, a lo largo de toda la vida. La alternativa es quedarse marginado. España perdió el tren de la Ilustración, perdió el tren de la industrialización. Espero que no pierda este tren y que colaboremos todos a la construcción de la sociedad del aprendizaje».

Así pues, necesitamos concretar un marco legislativo estable y duradero que permita a las administraciones educativas poner en marcha las medidas políticas en materia de educación necesarias para que la sociedad española no pierda ese tren de la sociedad del aprendizaje, a la que se refería el profesor Marina. Al respecto, me atreveré a formular dos medidas específicas que viene precisando nuestro sistema de educación y formación:

a) Construcción de una nueva profesionalidad docente, a partir de la articulación de un modelo integrado de formación inicial y selección de nuestros profesores, que ponga al estúpido sistema de oposiciones vigente, a fin de garantizar el acceso de las personas más aptas a la docencia; y, también, contando con la definición de un consistente modelo de carrera profesional orientado a estimular la mejora continua de la práctica docente en nuestras aulas.

b) Construcción de un nuevo modelo de intervención educativa: si, en la sociedad del aprendizaje, lo importante es lo que se aprende, no lo que se enseña (J. Tourón), deberíamos hacer muy visible que es lo que nuestros alumnos deben saber, y saber hacer, a la finalización de cada etapa educativa (los estándares de aprendizaje), a fin de señalizar (con todas sus consecuencias) la instrucción que escuelas y profesorado han de procurarles.

De la necesidad de pasar del paradigma de la mera escolarización obligatoria a otro nuevo, fundamentado en la obligatoriedad de acreditar la formación adecuada para transitar a la vida activa, de la necesidad de potenciar la autonomía institucional de nuestras escuelas combinada con una consistente rendición de cuentas de las mismas o de la urgencia de contar con un sistema de pilotaje de nuestro sistema de educación y formación que proporcione información y diagnósticos inteligentes para que las administraciones puedan adoptar con fundamento decisiones adecuadas, me temo que tendremos ocasión de continuar escribiendo. ¿Verdad?