Es un rasgo universal en el comportamiento de quienes persiguen obsesivamente un fin, utilizando cualquier medio para lograrlo (despreciando las reglas que protegen los derechos de todos aquéllos que no lo comparten), reafirmarse en él, a pesar de que la realidad desmienta sus deseos. Suelen decir que si la realidad no les acompaña, peor para la realidad.

En todos los planteamientos fundamentalistas que la Historia registra, sean religiosos, nacionales, apocalípticos o políticos, existe la pulsión, por parte de sus impulsores, a reafirmarse en sus creencias de modo directamente proporcional a los desmentidos de la realidad.

Imaginemos al gurú que proclama, entre sus sectarios seguidores, que el fin del mundo tendrá lugar un día determinado; cuando el día llega y nada ocurre, parte de sus seguidores se rinden ante la impostura, pero hay otros para quienes la realidad permanece invisible, desprecian el testimonio de los sentidos y están dispuestos incluso a que se les tome por locos, porque sólo si están dispuestos a que se les tome por locos creen haber superado la prueba que les convierte en los «auténticos creyentes»: los elegidos.

Algo de esto sucede a quienes apuestan, a medio camino entre la mística y la política, al fin irrenunciable de la independencia de Cataluña. Porque el nacionalismo, no hace falta probarlo, llevado a su extremo, está cargado con una mística enloquecedora: una suerte de arrebato religioso sub especie laica. Para nada les afecta los desmentidos de la realidad. Es el desmentido, precisamente, lo que les fortalece.

Pero la realidad es tozuda, se resiste a ser desvirtuada por la manipulación histórica. Resplandece a pesar de la impostura de quienes pretenden disfrazarla alterando deliberadamente los datos y retorciendo los conceptos de los que se valen.

Es una impostura proclamar que la democracia está del lado del «proceso independentista». Bien al contrario: la democracia, tal como existe en la realidad de los países civilizados, está inserta en el Estado Constitucional de Derecho, fuera del cual no es más que pura arbitrariedad. Ni siquiera el caprichoso acotamiento de la democracia al inexistente «derecho a decidir» arroja el resultado empírico que permita imponer -porque se trata de una imposición violenta y antidemocrática, es decir, autoritaria- la voluntad de una parte al todo.

Es una impostura afirmar que el nacionalismo catalán se confronta con un nacionalismo español intransigente. La realidad no indica eso, más bien al contrario. Es cierto que existe un nacionalismo español, pero éste, vacunado ante el irracionalismo al que la dictadura le llevó, se manifiesta hoy, como la propia Constitución expresa, garante de los derechos de todos, de la cultura, las lenguas y la autonomía política de las nacionalidades y regiones que integran España.

Es una impostura, habitual en todo fundamentalismo nacionalista, la fabricación de un enemigo ad hoc, sin el cual la causa no prospera. Alimentar la especie, como se ha hecho durante años en Cataluña, de que España les roba, no sólo es una falacia, absolutamente desmentida por los datos, sino una traslación subconsciente de la realidad en que viven los núcleos dirigentes del nacionalismo catalán, de los que se sospecha con abundantes pruebas que son amigos de la propiedad ajena.

Es una impostura hacer creer a la población de Cataluña que la independencia es la Arcadia Feliz, que se consumará sin riesgo alguno, por medios amistosos y dialogantes: una desconexión pactada. La realidad no apunta a nada de esto. La realidad es que, de llevarse a cabo antidemocráticamente medidas unilaterales (como la resolución que se prepara en el Parlament) de desobediencia a las leyes, el caos de apoderará de Cataluña, cuyas principales víctimas serán las clases populares y medias a quienes los nacionalistas dicen representar y proteger.

Pero no les importa: cuando la realidad más les desmiente, más alimenta el celo de los impostores.