Cuando el lunes de esta semana la independentista Carmen Forcadell, presidenta del Parlamento de Cataluña, anunciaba en catalán el viaje sin retorno a la mágica y nueva Arcadia europea dando la bienvenida a la república catalana y declarando a su vez, con afectado convencimiento, que iba a dirigir una Cámara al servicio de todos, «voten lo que voten o hablen como hablen», la sensación de que por fin nos encontrábamos ante una persona neutral, moderada, ecuánime, defensora de todas las tendencias políticas representadas en el Parlamento catalán y respetuosa con ese 52,7% de catalanes que ha votado no a la propuesta independentista, esa sensación de tranquilidad y máxima confianza, digo, habitó entre nosotros. Ya saben todos los catalanes y catalanas, los españoles en general, que en Carmen Forcadell pueden confiar, aunque no entiendan ni hablen catalán -si es en la intimidad tampoco vale- y aunque no deseen de ninguna manera que Cataluña se independice de España. No se preocupen pues por esos detalles tan insignificantes, la imparcial y tolerante Forcadell los defenderá con el mismo cariño y probidad con que defiende la nueva república catalana y la independencia. Y no deben recelar porque en su día dijera que «nuestro adversario es el Estado español», o que «en algún momento, inevitablemente, habrá que quebrantar la legalidad española». Carmen es de fiar, su imparcialidad está garantizada. Quien no crea en estas irreprochables tautologías, en la inmaculada imagen de neutralidad y pluralidad de Carmen Forcadell, es un antidemócrata, un fascista y un charnego irrecuperable, además de paleto.

Y todas estas cosas son las que han creado en Cataluña ese estado de miedo constante en el que viven muchísimos ciudadanos temerosos de que se les tache de anticatalanes, se les mire como charnegos, se les considere fascistas, se les llame antidemócratas, se les multe por rotular su bar como «casa Pepe, comidas caseras al estilo de mi madre», o pretendan que sus hijos estudien también en castellano sabedores del vacío que probablemente le tributarán compañeros y educadores. De ahí que muchas personas que en su día llegaron a Cataluña procedentes de Andalucía, Extremadura, Galicia o Murcia, se hayan hoy radicalizado como el más ferviente de los independentistas. Es el miedo. Miedo al apartheid, miedo a perder el trabajo o no conseguirlo, miedo a la exclusión, miedo a las oportunidades en igualdad de condiciones, miedo a las sanciones, miedo al ostracismo, miedo al miedo. Los nacionalismos han dado a lo largo de la Historia -sobre todo la más reciente- suficientes y aterradoras muestras de lo que son capaces de hacer con quienes no piensan como ellos. Una vez inoculado el miedo en el tejido social, en la piel de los ciudadanos, e impuestas las estrictas condiciones nacionalistas por las que obligatoriamente debes regirte pese a su evidente déficit democrático, la sociedad de la intolerancia acaba por adueñarse de todos los espacios de convivencia; primero de los públicos -sobre todo los medios de comunicación, pero también, universidades, colegios y otros foros de formación y diálogo- y, poco a poco, también de los privados (clubs deportivos, grupos de amigos, símbolos, representaciones culturales?).

Pero cuando el edificio de la convivencia social, de la ideología política, de la educación, de la justicia, de las ideas y las relaciones entre personas se construye sobre los cimientos del miedo, incluso triunfando en un primer momento, tiene los días contados, por largos que se hagan. No hay libertad a medias, no se disfruta la democracia a medias, no existe la justicia a medias, ni cabe la cultura a medias. El miedo no puede ser eterno, por más que nos aterrorice. Aunque coincida con la intención metafórica de la frase de Jean Paul Sartre «A los verdugos se les reconoce siempre. Tienen cara de miedo», aquí las cosas cambian; son los verdugos quienes sonríen, quienes se envalentonan, quienes amenazan, quienes disfrutan viendo a su víctimas con cara de miedo. De ahí que me permita sugerirles a ustedes dos una frase del también filósofo y matemático Bertrand Russell que me reconforta mucho más: «La experiencia de superar el miedo es increíblemente deliciosa». Una dulce y valiente experiencia de la que están disfrutando centenares de miles de catalanes, de millones de españoles que un día le dijeron un no rotundo al miedo, le plantaron cara sin vacilar, recobraron su dignidad, se hicieron libres. En eso consiste la verdadera democracia, la convivencia plural, el respeto por todas las opiniones. Pero eso son utopías inalcanzables para los nacionalismos, no están en su diccionario de valores ni piensan incorporarlas. Aunque procuren ocultarlo, ellos sí que tienen miedo, de ahí que lo hayan predicado siempre, eso les sostiene. Sin él, no existirían.